Rusia
San PetersburgoLlegamos en tren a San Petersburgo a las 8 de la mañana procedentes de Moscú. Habíamos reservado una habitación en un hotel situado al lado de Nevski
Prospekt, que es a San Petersburgo lo que la centenaria Gran Vía a Madrid. Nos
costó un poco encontrarlo, pues estaba en un pasaje entre dos calles y la
puerta era pequeña y con unas letras solamente en ruso. Pasamos varias veces
por delante sin sospechar que eso pudiera ser un hotel, hasta que una amable
barrendera, que hablaba un ruso muy fluido, nos condujo hasta la misma puerta
(a esas alturas ya pudimos darle las gracias en su idioma).
A pesar de ser una hora tan temprana tenían una habitación libre y nos la dieron. Nuevamente la burocracia hizo aparición en escena: cada vez que un turista llega a un hotel, el personal del hotel hace una copia del pasaporte y del visado para llevarlo al registro de la policía. Una vez hecho este trámite, que suele costar unas horas y unos cuantos rublos, entregan un resguardo al turista que es obligatorio llevar siempre encima por si te para la policía. Como sobre este punto ya estábamos prevenidos, seguimos adelante con nuestro plan: una duchita reparadora y sin más dilación, empezamos a turistear. Comenzamos nuestra visita por la Plaza del Palacio, enorme plaza en la que se encuentra el Palacio de Invierno, que alberga el Hermitage (nota de los guionistas: hemos visto este nombre escrito con y sin hache, por lo que damos por supuesto que es válido en ambos casos). En esta plaza tuvieron lugar algunos de los hechos más importantes de la historia de Rusia, como el Domingo Sangriento de 1905. Decidimos aplazar la visita del museo para otro día, y al bordear el Palacio y llegar al río Neva tuvimos una vista impresionante: casi todo el río estaba congelado, y no precisamente por una fina capa de hielo. No queremos ni imaginar el frío constante que debe hacer allí en invierno para que semejante mole de agua se congele de esa manera.
Cruzamos el puente Dvortsovi y llegamos
a la isla Vasilievski, por la que dimos un paseo. Tras esto, nos encaminamos a
la Fortaleza de Pedro y Pablo, pero antes no pudimos resistir la tentación y
caminamos un poco sobre el hielo del río. No quisimos adentrarnos mucho para no
llevarnos un susto.
Entramos en la Fortaleza por la puerta de atrás, y nos dirigimos
directamente a la Catedral de San Pedro y San Pablo, que está coronada por una
aguja que se distingue desde muchos puntos de la ciudad y que alcanza una
altitud de 122,5 metros, convirtiendo el edificio en el más alto de la ciudad,
la catedral en la más alta de Rusia y en la sexta más alta de Europa (según la
guía de National Geographic). Salimos de la Fortaleza por la puerta principal
y, tras atravesar el puente de la Trinidad, hicimos un alto para comer.
De camino a nuestro hotel para la obligatoria siestecita reparadora, pasamos por la Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada. Este edificio es un espectáculo digno de ser contemplado. Quizá no sea tan famosa como la Catedral de San Basilio, pero será por la ubicación de esta última en la Plaza Roja. El interior también es digno de verse. Además, hay una pequeña maqueta a escala 1:180 muy curiosa.
Por la tarde dimos un paseo y vimos el Almirantazgo, la Plaza de los Decembristas y el Jinete de Bronce que hay en el centro, la Catedral de San Isaac y la Plaza de los Teatros, donde se encuentran el Conservatorio Estatal de música de San Petersburgo y el teatro Marinski. Acabamos el recorrido en la Catedral de San Nicolás.
Tras este paseo, decidimos ir a cenar a The Idiot, un sitio muy agradable lleno de turistas (todo hay que decirlo), ubicado en un sótano y donde cenamos muy bien. Digno de ser visitado.
A la mañana siguiente tomamos el metro por primera vez en San Petersburgo. No sabemos si es el más profundo del mundo, pero debe andar cerca. La idea era dar un agradable paseo por lo que llaman las islas del norte, que son la isla Kamenni, la Kestovski y la Yelagin (toda ella peatonal). Están llenas de parques, que en verano deben ser una gozada, pero a finales de marzo están cubiertas de una considerable capa de nieve que empieza a derretirse, con lo que todo era una especie de chapapote que no sabíamos por donde pisar. Además, estaba claro que a los árboles les quedaba todavía una temporadita para florecer. Así que, aunque conseguimos alguna que otra imagen peculiar, a mitad de ruta decidimos abortar el paseo, por el bien de los bajos de nuestros pantalones principalmente. Una vez de vuelta a la ciudad, dimos un paseo por la zona de
Tsentralni, donde vimos el Castillo de Miguel, la animada calle Malaya
Sadovaya (donde pasamos por
delante de un restaurante español
con el original nombre de Don Pepe), para terminar en unos curiosos grandes
almacenes llamados Gostini Dvor.
Terminamos el día pasando de nuevo por la Plaza del Palacio para verla iluminada. Al día siguiente le tocó el turno al Hermitage. Casualidades de la vida, resultó que el primer jueves de cada mes la entrada es gratuita y justo ese día cumplí las condiciones. Habíamos oído que era un museo muy caro y nosotros íbamos con varias tarjetas de crédito y nuestro correspondientes (falsos) carnés de estudiantes, y cuando llegamos a la taquilla vemos un cartel anunciando que ese era nuestro día de suerte.
Una vez pasamos por el obligatorio guardarropa para dejar los abrigos y las mochilas, iniciamos la visita. Desafortunadamente, la entrada principal con su espectacular escalera, cuya fotografía habíamos visto innumerables veces, estaba en obras y estaba absolutamente todo tapado por lonas y andamios. No vamos ahora a relatar todo lo que se puede ver en este museo. Sería muy extenso y no nos pagan lo suficiente por escribir esto. Sí diremos que no podríamos decir si nos gustó más el contenido o el continente. Después de visitarlo comprendimos por qué la entrada es bastante cara: se ven dos museos en uno. El edificio, con sus salones espectaculares, ostentosos y recargados, es ya de por sí espectacular. Y luego las obras de arte que contiene, un poco de todo, son muy interesantes. Para recorrer entero el museo hay que emplear 4 ó 5 horas, pero es un "sacrificio" que realmente merece la pena. Ese día, la siesta fue más larga de lo deseado. Cuando por fin nos animamos a levantarnos, ya estaba anocheciendo, así que aprovechamos para acercarnos a la Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada para verla iluminada. Totalmente recomendable el paseo.
El día siguiente iba ser nuestro último día en la ciudad. Una de las visitas obligadas de San Petersburgo es la excursión al Palacio Peterhof, donde se puede disfrutar de sus fuentes y de sus parques. Pero debido a que las fuentes no empezaban a funcionar hasta finales de mayo, y nuestra anterior experiencia con parques había sido un desastre, decidimos no llevarla a cabo. Uno de los inconvenientes de visitar esta ciudad en otra época distinta del verano es que los parques están intransitables, y éstos son una parte muy importante de la ciudad. Así pues, una vez decidido que Peterhof lo dejábamos para otra futura ocasión, tomamos el metro y visitamos el Convento y la Catedral de Smolni. Allí subimos a lo alto de la torre de la catedral desde donde se obtiene una vista bonita, pero un tanto alejada de la ciudad. Para volver desde allí decidimos hacerlo en trolebús, y al preguntar a
un chico joven si podía ayudarnos, dio la casualidad de que estaba aprendiendo
español. Fue muy amable y nos acompañó hasta el cambio de trolebús que teníamos
que hacer. A cambio, pudo practicar su español con nosotros.
Decidimos emplear nuestras últimas horas en San Petersburgo paseando por Nevski Prospekt, dejándonos arrastrar por la muchedumbre y disfrutando de los singulares edificios que pueblan dicha avenida. A una hora prudencial, volvimos al hotel para recoger las mochilas e irnos a la estación, pues a las 23 horas salía el tren que nos iba a llevar de vuelta a Moscú. En esta ocasión habíamos reservado un compartimento en el tren 025 “Smena”. Como no podía ser de otra manera, la persona encargada de nuestro vagón tuvo que preguntar a un colega y hacer un par de llamadas telefónicas cuando le entregamos nuestro billete electrónico. Finalmente pudimos subir y nos encontramos con una cabina un poco más antigua que a la ida, pero en la que había un par de cajas con un tentempié a modo de cena, y donde la camarera nos ofreció tres posibilidades de desayuno, que al parecer estaban incluidas en el precio. Una vez más, con una puntualidad suiza que a partir de ese momento empezó a llamarse puntualidad rusa, el tren partió a las once y llegó a Moscú a las siete en punto, como tenía programado. |
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