Irlanda (continuación)
Una vez dimos por concluida nuestra visita al Parque Nacional de Killarney nos marchamos hacia Dingle con la idea de visitar la península del mismo nombre. A nuestra llegada decidimos buscar alojamiento en primer lugar. Después de preguntar en los bed & breakfast más céntricos y constatar que o estaban llenos o eran un poco caros, decidimos ampliar nuestra búsqueda. Así dimos con Duinin House, situado en una carretera que ascendía hacia la montaña y que parecía un lugar realmente tranquilo. Arreglamos un precio con la dueña que nos pareció bien a todos y decidimos quedarnos. Una vez hubimos soltado las maletas, dimos una vuelta por la población. Dingle no es demasiado grande y se puede visitar en un corto paseo. Durante dicho paseo nos tomamos un helado muy rico y después fuimos a un pub para hacer tiempo hasta la hora de la cena. Allí probamos un whiskey y una cerveza locales. De hecho, nos enteramos de que al otro lado del pueblo había una destilería artesanal de whiskey que se podía visitar. Lo señalamos en rojo en nuestra agenda para el día siguiente.
La mayor parte del recorrido por la península de Dingle discurre por una carretera que bordea el mar desde las alturas, por lo que las vistas fueron en todo momento muy bonitas.
La primera parada la hicimos en el fuerte Dunbeg. Resultó todo un engaño: pagamos 3 euros cada uno por ver una bonita vista del mar y poco más. No hay una construcción como tal, sino unas piedras ordenadas que se supone que formaban parte de un fuerte.
La primera parada la hicimos en el fuerte Dunbeg. Resultó todo un engaño: pagamos 3 euros cada uno por ver una bonita vista del mar y poco más. No hay una construcción como tal, sino unas piedras ordenadas que se supone que formaban parte de un fuerte.
Continuamos por la carretera y paramos en una pequeña cala frente a las Blasket Islands. Para acceder a la cala había un camino asfaltado un tanto empinado. Nosotros dejamos el coche en el acantilado y bajamos caminando. El lugar era muy bonito y estaba completamente vacío.
Volvimos al coche y continuamos conduciendo hasta más o menos la punta de la zona. Allí dejamos el coche en un lado de la carretera y caminamos hasta el final de tierra firme. Las vistas a ambos lados seguían siendo muy evocadoras.
La penúltima visita de la ruta por la península de Dingle fue al Gallarus Oratory, una curiosa construcción de piedra que en su día sirvió de templo y que es completamente impermeable a la lluvia. La última parada fue en Brandon Creek, desde donde se dice que San Brendan emprendió un viaje transatlántico en el siglo VI.
A nuestro regreso a Dingle pasamos por la destilería, pero como todavía teníamos tiempo hasta la hora en la que comenzaba la visita, fuimos a comer algo: esperábamos acabar la visita probando algo, y mejor hacerlo con el estómago lleno.
La visita resultó ser a la vez divertida e instructiva. La destilería era bastante pequeña y el joven que nos guio nos explicó con todo lujo de detalles todo el proceso de elaboración del whiskey, desde que llega el grano hasta que depositan el alcohol en los barriles donde debe esperar un mínimo de tres años hasta ser embotellado.
La visita resultó ser a la vez divertida e instructiva. La destilería era bastante pequeña y el joven que nos guio nos explicó con todo lujo de detalles todo el proceso de elaboración del whiskey, desde que llega el grano hasta que depositan el alcohol en los barriles donde debe esperar un mínimo de tres años hasta ser embotellado.
Una vez finalizada la visita a la Dingle Distillery (no se comieron mucho la cabeza con el nombre), pusimos rumbo a uno de los puntos fuertes del viaje a Irlanda: los acantilados de Moher.
Como llegar a los acantilados nos iba a llevar un buen rato de conducción, decidimos hacer un alto en el camino en Adare. Esta población, cercana a la ciudad de Limerick, tiene varias iglesias interesantes, además de unas cuantas casas con techo de paja muy curiosas. Fue una corta visita que nos sirvió para estirar las piernas en un ambiente agradable.
Como llegar a los acantilados nos iba a llevar un buen rato de conducción, decidimos hacer un alto en el camino en Adare. Esta población, cercana a la ciudad de Limerick, tiene varias iglesias interesantes, además de unas cuantas casas con techo de paja muy curiosas. Fue una corta visita que nos sirvió para estirar las piernas en un ambiente agradable.
Cuando nos encontrábamos cerca de los acantilados decidimos buscar alojamiento rápidamente, pues comenzaba a hacerse tarde, al menos para los estándares irlandeses. Encontramos enseguida un bed & breakfast barato y agradable en la población de Doolin. El dueño del alojamiento nos comentó que los acantilados estaban a unos 10 minutos en coche, así que como todavía quedaban unas horas de luz, decidimos acercarnos y ver el atardecer allí.
Tuvimos suerte porque a esas horas ya no había nadie en la garita de entrada y pudimos acceder gratis a la zona. Aunque no se trata más que de unos acantilados, por ser uno de los lugares más visitados de toda Irlanda han construido un centro de visitantes con bastantes tiendas, suponemos que para intentar rentabilizar el lugar.
Y a pesar de no ser más que unos acantilados, fue probablemente lo que más nos gustó de nuestra ruta. Tienen una altura de unos 200 metros, y tanto el viento como el mar un tanto encrespado hacían del lugar un sitio increíble. Cuando llegamos estaba muy nublado, pero antes de irnos se despejó y apareció el sol, cuya puesta pudimos ver en todo su esplendor.
Tuvimos suerte porque a esas horas ya no había nadie en la garita de entrada y pudimos acceder gratis a la zona. Aunque no se trata más que de unos acantilados, por ser uno de los lugares más visitados de toda Irlanda han construido un centro de visitantes con bastantes tiendas, suponemos que para intentar rentabilizar el lugar.
Y a pesar de no ser más que unos acantilados, fue probablemente lo que más nos gustó de nuestra ruta. Tienen una altura de unos 200 metros, y tanto el viento como el mar un tanto encrespado hacían del lugar un sitio increíble. Cuando llegamos estaba muy nublado, pero antes de irnos se despejó y apareció el sol, cuya puesta pudimos ver en todo su esplendor.
A lo largo de los acantilados hay un paseo con un parapeto hecho con placas de piedra para evitar que la gente se acerque al borde, pero vimos que algunos lo habían saltado y nosotros decidimos hacer lo propio. Así, sin acercarnos demasiado al precipicio, pudimos obtener una vista mucho más espectacular.
Estuvimos un buen rato haciendo fotos desde todos los ángulos posibles y disfrutando del lugar, hasta que decidimos que era suficiente y nos fuimos.
Hasta ese momento el clima había sido bastante benévolo con nosotros, pero la mañana siguiente se levantó fea y no hizo sino empeorar.
Condujimos hasta Galway, donde una vez nos hubimos deshecho del coche, sacamos el paraguas y comenzamos a caminar. Esta ciudad tiene un centro histórico pequeño pero agradable, con unas cuantas calles peatonales muy bonitas.
Como la lluvia no cesaba, decidimos parar a comer algo a ver si escampaba, aunque para nosotros fuese más la hora de un desayuno tardío que de una comida temprana. Tuvimos suerte y almorzamos los mejores fish & chips que probamos durante nuestro viaje.
A la salida constatamos que la lluvia no daba tregua. A pesar de ello estuvimos caminando por el paseo peatonal que hay junto al río. Llegamos hasta el puente de los salmones, donde se supone que se pueden encontrar salmones remontando el río, pero se ve que ese día, con el mal tiempo que hacía, éstos se habían quedado en casa.
Al finalizar el paseo decidimos poner punto y final a la visita de Galway. En los pocos días que habíamos estado en Irlanda nos habíamos acostumbrado al sol y al buen tiempo, y cuando apareció la lluvia nos quedamos sin saber qué hacer.
Como a la mañana siguiente queríamos tomar un ferry para visitar las islas Aran, decidimos ir hasta la población desde donde partía el ferry y buscar alojamiento por allí. Así llegamos a Rossaveal. En esa zona dejamos de ver carteles en inglés y en gaélico, y empezamos a encontrarlos solamente en este último idioma. Afortunadamente habíamos leído cómo se escribía Rossaveal en gaélico; de otra forma, todavía hoy estaríamos buscando el desvío en la carretera. Encontramos un bed & breakfast con disponibilidad muy cerca del puerto y decidimos quedarnos. Por la tarde, cuando dejó de llover, nos acercamos hasta el pub del pueblo, donde cenamos unos sándwiches. Allí vimos (o más bien escuchamos) cómo todo el mundo hablaba entre sí en gaélico: el inglés era un idioma totalmente secundario por esa zona.
El día siguiente amaneció razonablemente despejado. Nos acercamos hasta el puerto y nos embarcamos en el ferry que nos iba a transportar hasta la isla de Inishmore, la más grande de las que componen las islas Aran. Encontramos el ferry mucho más lleno de lo que nos hubiéramos podido imaginar. Partimos de Rossaveal puntuales y después de una travesía muy movida, llegamos a Kilronan, principal ciudad de Inishmore (aunque ciudad es mucho decir: principal asentamiento urbano sería más exacto).
Nada más desembarcar alquilamos unas bicicletas y comenzamos a pedalear: nuestro propósito era recorrer lo que nos diera tiempo de la isla hasta que saliera el ferry de vuelta.
Como a la mañana siguiente queríamos tomar un ferry para visitar las islas Aran, decidimos ir hasta la población desde donde partía el ferry y buscar alojamiento por allí. Así llegamos a Rossaveal. En esa zona dejamos de ver carteles en inglés y en gaélico, y empezamos a encontrarlos solamente en este último idioma. Afortunadamente habíamos leído cómo se escribía Rossaveal en gaélico; de otra forma, todavía hoy estaríamos buscando el desvío en la carretera. Encontramos un bed & breakfast con disponibilidad muy cerca del puerto y decidimos quedarnos. Por la tarde, cuando dejó de llover, nos acercamos hasta el pub del pueblo, donde cenamos unos sándwiches. Allí vimos (o más bien escuchamos) cómo todo el mundo hablaba entre sí en gaélico: el inglés era un idioma totalmente secundario por esa zona.
El día siguiente amaneció razonablemente despejado. Nos acercamos hasta el puerto y nos embarcamos en el ferry que nos iba a transportar hasta la isla de Inishmore, la más grande de las que componen las islas Aran. Encontramos el ferry mucho más lleno de lo que nos hubiéramos podido imaginar. Partimos de Rossaveal puntuales y después de una travesía muy movida, llegamos a Kilronan, principal ciudad de Inishmore (aunque ciudad es mucho decir: principal asentamiento urbano sería más exacto).
Nada más desembarcar alquilamos unas bicicletas y comenzamos a pedalear: nuestro propósito era recorrer lo que nos diera tiempo de la isla hasta que saliera el ferry de vuelta.
La primera parada la hicimos en una zona donde se supone que vive una colonia de focas, aunque ese día debían de tener el día libre, porque no vimos ni rastro de ellas. Como sólo pasan una parte del tiempo allí, es posible que todavía no hubiesen llegado. Seguimos pedaleando, luchando contra el viento, hasta llegar a un asentamiento conocido como las siete iglesias. Suponemos que hace tiempo había ese mismo número de iglesias, aunque ahora sólo quedan sus restos rodeados de tumbas por todas partes.
Llegamos hasta el extremo de la isla, donde vimos un faro a lo lejos. Desde aquí emprendimos el regreso por una carretera paralela hasta llegar a Dun Aonghasa, un fuerte situado junto a un acantilado y que es el lugar más visitado de la isla. Aparcamos las bicicletas en el aparcamiento que hay a la entrada del recinto, pasamos por taquilla, y echamos a andar hasta llegar al sitio arqueológico.
Los restos del fuerte son más bien escasos, aunque hay una construcción semicircular de piedra; allí la gente va a ver el acantilado. Y eso mismo hicimos nosotros. Sin poderse comparar con los acantilados de Moher, la zona que rodea al fuerte resultó ser también muy espectacular. Estuvimos haciéndonos fotos (y haciéndoselas a la gente que nos lo pidió) durante un buen rato.
A la salida del fuerte nos sentamos en unas mesas que hay a la entrada y aprovechamos para comer.
Poco a poco la hora de la salida del ferry se acercaba y sabíamos que no teníamos tiempo para mucho más, así que continuamos pedaleando hasta volver a Kilronan, donde devolvimos las bicicletas y nos tomamos un café mientras esperábamos la hora de la salida. Fue una excursión muy agradable, a pesar del constante viento que nos impedía pedalear con alegría, del frío que hacía, y de que en ocasiones llegó a llover.
De vuelta a Rossaveal recogimos nuestro coche y pusimos rumbo a Dublín: nuestra estancia en Irlanda estaba llegando a su fin.
Poco a poco la hora de la salida del ferry se acercaba y sabíamos que no teníamos tiempo para mucho más, así que continuamos pedaleando hasta volver a Kilronan, donde devolvimos las bicicletas y nos tomamos un café mientras esperábamos la hora de la salida. Fue una excursión muy agradable, a pesar del constante viento que nos impedía pedalear con alegría, del frío que hacía, y de que en ocasiones llegó a llover.
De vuelta a Rossaveal recogimos nuestro coche y pusimos rumbo a Dublín: nuestra estancia en Irlanda estaba llegando a su fin.
Como el trecho de carretera que había que recorrer era un tanto largo, decidimos parar a dormir a medio camino y llegar así al día siguiente a Dublín, que al fin y al cabo era cuando teníamos el alojamiento reservado. Vimos en la guía que hablaban muy bien de un lugar llamado Clonmacnoise y decidimos visitarlo a la mañana siguiente. Buscamos la población más cercana y encontramos que Athlone podía ser un buen sitio donde pernoctar. En las afueras de Athlone encontramos un sitio magnífico, Shannonside bed & breakfast, una bonita casa de campo junto al río Shannon. La dueña resultó ser una mujer muy simpática que nos hizo una estupenda recomendación para cenar: The Left Bank Bistro. Después de cenar estuvimos paseando por el centro de Athlone y vimos el que presume de ser el pub más antiguo de toda Irlanda: Sean’s Bar. Intentamos entrar a tomar algo pero literalmente no cabía ni un alfiler, así que desechamos la idea y nos fuimos a dormir.
A la mañana siguiente madrugamos un poco para continuar con nuestras buenas costumbres: queríamos ser los primeros en Clonmacnoise. Y así fue.
El recinto nos recordó un poco a Glendalough, de nuestro primer día en Irlanda: un conjunto monástico más o menos derruido, rodeado por lápidas y cruces celtas y con una torre circular.
El recinto nos recordó un poco a Glendalough, de nuestro primer día en Irlanda: un conjunto monástico más o menos derruido, rodeado por lápidas y cruces celtas y con una torre circular.
Este sitio sin embargo añadía algún punto más interesante: primero, la ubicación: en la orilla del río Shannon; y segundo, que en Clonmacnoise se han encontrado algunas de las cruces celtas más grandes y mejor conservadas del mundo. Las originales se encuentran resguardadas en el museo del sitio, cuya visita está incluida en el precio de la entrada. En el lugar original han colocado unas réplicas.
La verdad es que el lugar nos gustó mucho. Cuando ya habíamos recorrido la totalidad del recinto comenzaron a llegar los autobuses y se empezó a llenar de grupos enormes: era el momento de partir hacia Dublín.
El sitio que habíamos reservado en la capital irlandesa era un bed & breakfast llamado Tinode House. Se trata de un alojamiento muy agradable regentado por dos simpáticos irlandeses entrados en años. Nada más llegar aparcamos el coche, que no necesitaríamos hasta el día siguiente cuando partiríamos para el aeropuerto, y nos fuimos a visitar la ciudad. Lo primero que hicimos fue ir a comer: siguiendo la recomendación de un amigo, fuimos a Bunsen, donde sirven las mejores hamburguesas de la ciudad (según él).
Después de comernos sendas hamburguesas comenzamos la visita de la ciudad por la zona de la calle Grafton. Esta calle está siempre muy animada ya que es peatonal y hay muchas tiendas a ambos lados. Pasamos por el centro comercial Powerscourt y continuamos por la George’s Street Arcade: siempre rodeados de los típicos edificios de ladrillo visto que uno asocia con estos destinos.
El sitio que habíamos reservado en la capital irlandesa era un bed & breakfast llamado Tinode House. Se trata de un alojamiento muy agradable regentado por dos simpáticos irlandeses entrados en años. Nada más llegar aparcamos el coche, que no necesitaríamos hasta el día siguiente cuando partiríamos para el aeropuerto, y nos fuimos a visitar la ciudad. Lo primero que hicimos fue ir a comer: siguiendo la recomendación de un amigo, fuimos a Bunsen, donde sirven las mejores hamburguesas de la ciudad (según él).
Después de comernos sendas hamburguesas comenzamos la visita de la ciudad por la zona de la calle Grafton. Esta calle está siempre muy animada ya que es peatonal y hay muchas tiendas a ambos lados. Pasamos por el centro comercial Powerscourt y continuamos por la George’s Street Arcade: siempre rodeados de los típicos edificios de ladrillo visto que uno asocia con estos destinos.
Nos acercamos a la catedral de San Patricio pero no nos dejaron entrar porque había un coro ensayando para un concierto que ofrecerían más tarde.
Continuamos hasta el castillo, que resultó ser una mezcla de edificios que no recuerdan en nada a una fortaleza, salvo por un pequeño bastión que queda.
Continuamos hasta el castillo, que resultó ser una mezcla de edificios que no recuerdan en nada a una fortaleza, salvo por un pequeño bastión que queda.
De ahí fuimos hasta Temple Bar. Podríamos decir que esta es la zona más animada de Dublín, pero sería más exacto reconocer que todo el centro de Dublín estaba lleno de gente. En Temple Bar se aglutinan los pubs con más solera de la ciudad.
Seguimos hasta el Trinity College, toda una institución ubicada en el centro de la ciudad. Por ser domingo por la tarde todos los edificios estaban cerrados, y aunque se podía transitar entre ellos, apenas había unos cuantos turistas. Decididamente, volveríamos al día siguiente.
A partir de ahí comenzó a llover, así que decidimos entrar en algún lugar a tomar algo y así resguardarnos de la lluvia. El azar hizo que justo enfrente de la salida lateral del Trinity College encontrásemos un local llamado The Dingle Whiskey Bar, que nos recordó nuestra visita a la Dingle Whiskey Distillery. Así que no lo dudamos y entramos a calentarnos el cuerpo con unos whiskeys.
Como la tarde-noche no pintaba muy bien climatológicamente hablando, decidimos ver qué se podía hacer en Dublín un domingo por la noche. Encontramos una coctelería que se anunciaba como un speakeasy: para quien no lo sepa, este tipo de establecimientos clandestinos, donde se vendía alcohol de manera ilegal, proliferaron durante el periodo de la prohibición en Norteamérica. No se anunciaban, no estaban a pie de calle y generalmente no era fácil llegar hasta ellos.
El que encontramos en Dublín se llamaba The Blind Pig. En su página web indicaban que para poder entrar había que reservar previamente una mesa a través de la web; entonces ellos enviaban un correo electrónico con las instrucciones para encontrar el local. Así que reservamos y nos enviaron un correo: en él nos remitían a una calle. En dicha calle, junto a un cajero automático, encontraríamos una puerta negra, donde tendríamos que introducir un código (que nos habían adjuntado en el correo de confirmación). Una vez dentro de lo que parecía la zona de carga y descarga de un restaurante, al fondo del corredor encontraríamos otra puerta, en la que nuevamente habría que marcar un código. Una vez se abriese la puerta tendríamos que descender por unas escaleras hasta el final para encontrar el garito. Era casi una especie de yincana. Seguimos todas las instrucciones al pie de la letra y dimos con el lugar. Lo mejor fue que los cócteles estaban muy ricos: al menos toda la parafernalia había merecido la pena.
El que encontramos en Dublín se llamaba The Blind Pig. En su página web indicaban que para poder entrar había que reservar previamente una mesa a través de la web; entonces ellos enviaban un correo electrónico con las instrucciones para encontrar el local. Así que reservamos y nos enviaron un correo: en él nos remitían a una calle. En dicha calle, junto a un cajero automático, encontraríamos una puerta negra, donde tendríamos que introducir un código (que nos habían adjuntado en el correo de confirmación). Una vez dentro de lo que parecía la zona de carga y descarga de un restaurante, al fondo del corredor encontraríamos otra puerta, en la que nuevamente habría que marcar un código. Una vez se abriese la puerta tendríamos que descender por unas escaleras hasta el final para encontrar el garito. Era casi una especie de yincana. Seguimos todas las instrucciones al pie de la letra y dimos con el lugar. Lo mejor fue que los cócteles estaban muy ricos: al menos toda la parafernalia había merecido la pena.
Nuestro último día en Irlanda amaneció soleado, por lo que pudimos disfrutar de las últimas visitas. Lo primero que hicimos fue volver al Trinity College: esa mañana ya estaba a pleno rendimiento. Tal fue el caso que para entrar en la biblioteca, la Book of Kells, había una cola enorme. Nos dio pereza la espera y decidimos continuar paseando.
Para compensar nos acercamos a la biblioteca nacional de Irlanda, cuya entrada era gratuita, aunque no fue nada del otro mundo (sin contar con que el color verde pastel con que han pintado la sala principal es más bien hortera).
Nos acercamos a St. Stephen’s Green, un pequeño parque junto a Grafton Street. Nos pareció que para lo verde que es todo el país, Dublín no cuenta con demasiados espacios verdes por el centro. De hecho, este parque es más bien pequeño: la visita se nos terminó en poco más de 10 minutos.
Nos acercamos a St. Stephen’s Green, un pequeño parque junto a Grafton Street. Nos pareció que para lo verde que es todo el país, Dublín no cuenta con demasiados espacios verdes por el centro. De hecho, este parque es más bien pequeño: la visita se nos terminó en poco más de 10 minutos.
Nuestra penúltima hazaña en Dublín fue repetir una de las experiencias favoritas de los turistas: fotografiar las puertas de colores de estilo victoriano que hay en muchos edificios. Los alrededores de St. Stephen’s Green y Merrion Square son magníficos para este peculiar “safari fotográfico”.
Por último, antes de dar por concluido nuestro periplo (y aunque habíamos comido razonablemente bien durante toda nuestra estancia en Irlanda), quisimos ponerle una pequeña guinda al viaje. Antes de salir hacia el aeropuerto fuimos a comer a One Pico, un restaurante de cocina moderna y actual, donde disfrutamos de un menú a precios más que razonables.
No quisiéramos finalizar este relato sin mencionar brevemente nuestra experiencia personal con los irlandeses: nos parecieron muy abiertos, simpáticos, agradables y dicharacheros. Todos los dueños de los alojamientos en los que estuvimos fueron muy amables, pero también la gente a la que pudimos preguntar por la calle, los camareros de todos los locales, etc. Encontramos gente con un carácter muy mediterráneo que hizo que nos sintiéramos muy a gusto en todo momento.