Colombia
Julio de 2018
Preparativos
Nuestra incansable búsqueda de destinos en el mundo con cierto interés turístico hizo que nos topáramos con Colombia. Somos de la opinión de que cualquier rincón del planeta puede ser interesante de visitar, pero el lugar tiene que despertar cierto interés en nuestros gustos y curiosidades. Queríamos también un lugar que no estuviera demasiado masificado turísticamente hablando: desde que se democratizaron los viajes con las compañías aéreas de bajo coste, cada vez es más difícil ir a algún sitio y no estar rodeado de miles de turistas (no somos inocentes: nosotros contribuimos a esa tendencia).
Colombia tiene todavía un aura de “país peligroso” por su historia reciente, que hace que el turismo de masas le dé la espalda (con la excepción de Cartagena de Indias), así que pusimos en marcha la maquinaria de búsqueda de información del país. Enseguida vimos que tenía alicientes más que de sobra, por lo que decidimos aventurarnos: compramos el vuelo de ida y vuelta a Bogotá en las fechas que teníamos disponibles y empezamos a confeccionar un itinerario.
Por supuesto, cuando comentamos a amigos y familia que nos íbamos a Colombia la pregunta más recurrente fue “¿pero eso no es muy peligroso?”. Nosotros pensamos que el mundo es un lugar mucho más seguro de lo que vemos en las noticias por televisión, pero hablaremos de los peligros de Colombia más adelante.
Nada más empezar a diseñar la ruta constatamos dos cosas, una buena y una mala: la buena es que se puede llegar en autobús a casi cualquier pueblito perdido del país; la mala es que los trayectos no son cortos. Además, los principales lugares turísticos están un poco desperdigados, por lo que, para ganar tiempo (y comodidad), decidimos incluir vuelos internos en nuestros desplazamientos.
Por otro lado, pensamos que el paisaje y la naturaleza debían de jugar un papel importante en el viaje. Como no somos amigos de la selva, optamos por concentrarnos en excursiones y caminatas por las montañas.
Nos costó bastante cerrar el itinerario definitivo, sobre todo en cuanto a qué lugares incluir y cuales no, si alquilar coche en alguna zona u optar por el autobús, llegar hasta rincones más recónditos o conformarnos con los lugares más típicos… Cuando finalmente lo conseguimos, lo primero que hicimos fue comprar los vuelos internos. A partir de ese punto la ruta quedó cerrada, por lo que decidimos reservar todos los alojamientos del viaje.
Colombia es un destino bastante barato para los estándares europeos, por lo que el precio de los alojamientos no fue un problema. La dificultad a la hora de elegirlos fue encontrar aquellos que contasen con agua caliente, algo que todavía no es muy común, aunque parece que poco a poco lo van solventando. Al final pudimos ducharnos con agua caliente en todos los alojamientos excepto en uno.
Contratamos un seguro de viaje, como hacemos siempre que salimos de la Unión Europea. Como no necesitábamos visado, estábamos listos para viajar.
Nuestra incansable búsqueda de destinos en el mundo con cierto interés turístico hizo que nos topáramos con Colombia. Somos de la opinión de que cualquier rincón del planeta puede ser interesante de visitar, pero el lugar tiene que despertar cierto interés en nuestros gustos y curiosidades. Queríamos también un lugar que no estuviera demasiado masificado turísticamente hablando: desde que se democratizaron los viajes con las compañías aéreas de bajo coste, cada vez es más difícil ir a algún sitio y no estar rodeado de miles de turistas (no somos inocentes: nosotros contribuimos a esa tendencia).
Colombia tiene todavía un aura de “país peligroso” por su historia reciente, que hace que el turismo de masas le dé la espalda (con la excepción de Cartagena de Indias), así que pusimos en marcha la maquinaria de búsqueda de información del país. Enseguida vimos que tenía alicientes más que de sobra, por lo que decidimos aventurarnos: compramos el vuelo de ida y vuelta a Bogotá en las fechas que teníamos disponibles y empezamos a confeccionar un itinerario.
Por supuesto, cuando comentamos a amigos y familia que nos íbamos a Colombia la pregunta más recurrente fue “¿pero eso no es muy peligroso?”. Nosotros pensamos que el mundo es un lugar mucho más seguro de lo que vemos en las noticias por televisión, pero hablaremos de los peligros de Colombia más adelante.
Nada más empezar a diseñar la ruta constatamos dos cosas, una buena y una mala: la buena es que se puede llegar en autobús a casi cualquier pueblito perdido del país; la mala es que los trayectos no son cortos. Además, los principales lugares turísticos están un poco desperdigados, por lo que, para ganar tiempo (y comodidad), decidimos incluir vuelos internos en nuestros desplazamientos.
Por otro lado, pensamos que el paisaje y la naturaleza debían de jugar un papel importante en el viaje. Como no somos amigos de la selva, optamos por concentrarnos en excursiones y caminatas por las montañas.
Nos costó bastante cerrar el itinerario definitivo, sobre todo en cuanto a qué lugares incluir y cuales no, si alquilar coche en alguna zona u optar por el autobús, llegar hasta rincones más recónditos o conformarnos con los lugares más típicos… Cuando finalmente lo conseguimos, lo primero que hicimos fue comprar los vuelos internos. A partir de ese punto la ruta quedó cerrada, por lo que decidimos reservar todos los alojamientos del viaje.
Colombia es un destino bastante barato para los estándares europeos, por lo que el precio de los alojamientos no fue un problema. La dificultad a la hora de elegirlos fue encontrar aquellos que contasen con agua caliente, algo que todavía no es muy común, aunque parece que poco a poco lo van solventando. Al final pudimos ducharnos con agua caliente en todos los alojamientos excepto en uno.
Contratamos un seguro de viaje, como hacemos siempre que salimos de la Unión Europea. Como no necesitábamos visado, estábamos listos para viajar.
Eje Cafetero
Habíamos decidido comenzar el recorrido por el Eje Cafetero: si por algo es conocida Colombia es por el café, así que nada mejor que empezar por esa zona.
Aterrizamos en Bogotá la tarde anterior. Habíamos reservado un vuelo a la población de Manizales (capital de uno de los departamentos que forman el Eje Cafetero) para la mañana siguiente, así que, por comodidad, pernoctamos en un hotel junto al aeropuerto.
Habíamos decidido comenzar el recorrido por el Eje Cafetero: si por algo es conocida Colombia es por el café, así que nada mejor que empezar por esa zona.
Aterrizamos en Bogotá la tarde anterior. Habíamos reservado un vuelo a la población de Manizales (capital de uno de los departamentos que forman el Eje Cafetero) para la mañana siguiente, así que, por comodidad, pernoctamos en un hotel junto al aeropuerto.
El trayecto lo haríamos con EasyFly, una compañía de bajo coste que opera en esas latitudes. En general no somos muy amigos de estas aerolíneas, pero en Colombia tuvimos que hacer unas cuantas excepciones, ya que algunas de las rutas que nos convenían solamente las ofrecía esta empresa. Un día antes de salir de casa nos enviaron un correo electrónico comunicándonos que nuestro vuelo a Manizales había sido cancelado y nos habían reubicado en otro que salía tres horas más tarde: en lugar de por la mañana saldríamos a mediodía. Si al cambio de hora le añadimos que el vuelo salió con más de una hora de retraso, casi tendríamos que dar el día por perdido. Afortunadamente, ese día no teníamos planeado nada en Manizales.
Cuando por fin aterrizamos en Manizales, cogimos un taxi y fuimos hasta el alojamiento. Dejamos nuestros bártulos y nos explicaron cómo movernos por la ciudad. En las principales urbes colombianas operan unos autobuses de línea conocidos como busetas: se trata de unos minibuses que hacen un recorrido determinado; como no tienen paradas fijas, uno se puede subir o bajar en cualquier punto. Desde nuestro alojamiento tomamos una de estas busetas que nos llevó hasta el barrio de Chipre. Allí estuvimos dando un pequeño paseo y llegamos hasta el monumento a los Colonizadores. |
Como no amainaba, nos subimos a otra buseta que nos llevó de vuelta al barrio donde estaba nuestro alojamiento. Una vez allí entramos a cenar en un establecimiento típico, donde probamos el ajiaco, una sopa muy rica a base de maíz, patata y pollo.
El día siguiente comenzábamos realmente a hacer turismo. Antes de salir habíamos contactado con la Hacienda Guayabal, una finca cafetera, para visitarla el día siguiente a nuestra llegada a Manizales. Para llegar allí fuimos en taxi hasta la terminal de autobuses, donde nos subimos a una buseta con destino Chinchiná, un pueblo cercano. Nada más bajar de la buseta tomamos un taxi que nos llevó hasta la hacienda, situada en las afueras del pueblo.
Nos dieron la bienvenida ofreciéndonos un café e hicimos tiempo mientras llegaban el resto de turistas que habían reservado la visita. Cuando estuvimos todos comenzó el tour.
Nos llevaron a una sala donde nos sentamos en semicírculo. Allí el joven guía nos explicó todo el proceso, que comprende desde que se planta la semilla hasta que se sirve el café en la mesa. En todo ese recorrido habló de los diferentes tipos de café que existen, de los países donde se cultiva y de un sinfín de detalles más.
Nos dieron la bienvenida ofreciéndonos un café e hicimos tiempo mientras llegaban el resto de turistas que habían reservado la visita. Cuando estuvimos todos comenzó el tour.
Nos llevaron a una sala donde nos sentamos en semicírculo. Allí el joven guía nos explicó todo el proceso, que comprende desde que se planta la semilla hasta que se sirve el café en la mesa. En todo ese recorrido habló de los diferentes tipos de café que existen, de los países donde se cultiva y de un sinfín de detalles más.
Cuando acabó la explicación, sin movernos del sitio, pasamos a hacer una cata del café estrella de la hacienda. Fue una de las partes más interesantes de la visita: a partir de distintos tiempos y temperaturas, con el mismo café se pueden obtener sabores y aromas completamente diferentes.
Después de esa clase teórico-práctica tan interesante le llegó el turno al paseo: nos calzamos unos sombreros y nos dieron unas cestas para pasear por la plantación y, de paso, recolectar algo de café.
La visita terminaba en las salas donde separan los granos, los secan y los seleccionan. En total fueron casi tres horas de duración, durante las cuales no paramos de aprender y descubrir detalles del café.
Previamente habíamos solicitado comer en la hacienda, así que tras la visita nos sirvieron una sencilla pero rica comida. Probamos la trucha arcoíris, un pescado que nos encantó y que repetiríamos varias veces en nuestro viaje.
Nos despedimos del simpático y amable equipo de la Hacienda Guayabal antes de emprender el camino de regreso: taxi hasta la terminal de autobuses y desde allí una buseta hasta Manizales. Nos bajamos en el centro para dar un paseo por allí antes de volver al barrio donde estábamos hospedados. Lo más destacable de la zona es la catedral, una gran mole de cemento. A la mañana siguiente comenzaba la aventura. Habíamos contratado con Kumanday Adventures una excursión llamada Travesía de los Páramos: tres días de caminata por el Parque Natural Nacional los Nevados. Alcanzaríamos los 4 300 metros de altitud, atravesaríamos cuatro departamentos de Colombia y caminaríamos por páramos, todo ello rodeados de cumbres nevadas. |
A las cinco de la mañana apareció un 4x4 en nuestro alojamiento: a bordo venían Juan Diego, que sería nuestro guía y compañero durante la ruta, y un chico joven que conducía. Pasamos por la oficina de Kumanday a dejar una maleta para que nos la enviaran por mensajería a Salento, adonde llegaríamos tres días más tarde, y recoger algo de material. Después nos pusimos en marcha. Ascendimos por una carretera sin asfaltar llena de baches durante unas dos horas y media hasta llegar a Potosí, punto de entrada al parque. Allí nos dieron de desayunar, tras lo cual nos cargamos nuestras mochilas y nos despedimos del conductor, que se volvía a Manizales.
Una vez finalizados los trámites de entrada al parque, iniciamos nuestra caminata. Durante un buen rato estuvimos ascendiendo suavemente por una pista sin asfaltar, dejando a la derecha el Paramillo de Santa Rosa hasta llegar a La Asomadera. Este punto recibe su nombre porque desde ahí se puede disfrutar de una bonita vista de la Laguna del Otún, situada a casi 4 000 metros de altitud.
Desde ahí comenzó un ligero descenso que nos llevó hasta el lugar que más nos gustó de toda la ruta, el bosque de El Edén. Este enclave, que catalogaríamos de mágico, está lleno de frailejones, una planta endémica del páramo sudamericano que solamente crece en Colombia, Venezuela y Ecuador. Durante la mañana los habíamos visto a lo lejos, pero al atravesar el bosque nos encontramos rodeados de ellos. Dondequiera que pusiéramos la vista había frailejones de todos los tamaños.
Mientras atravesábamos El Edén se puso a llover, así que nos cubrimos con los chubasqueros y continuamos la ruta; afortunadamente la lluvia no duró mucho. A mitad del bosque nos encontramos con una planta muy curiosa, la plantago rígida, en apariencia muy familiar al musgo, pero como pudimos comprobar cuando nos subimos encima, muy, muy dura.
Cuando salimos del bosque de El Edén, echamos la vista atrás y pudimos contemplar maravillados la zona que habíamos atravesado.
Tras una pequeña bajada hicimos un alto en el camino para comer y reponer fuerzas: ese día sería el más largo y duro de toda la travesía y había que estar preparados.
Llegamos a una cresta y cambiamos de valle. Bajamos la colina por una especie de túnel natural creado por las ramas de los árboles, hasta llegar a una zona con un pequeño estanque: allí Juan Diego nos comentó que llegaba lo más duro de los tres días: una subida bastante empinada que nos llevaría hasta unos 4 200 metros de altitud, el punto más alto de toda la ruta. |
Con mucha calma comenzamos el ascenso. A cada paso que dábamos parecía que el corazón se nos iba a salir por la boca; cada pocos metros teníamos que detenernos a descansar. Caminar a tanta altura con una mochila pesada a la espalda es agotador.
Una vez en la cima nos tumbamos a descansar un rato: lo peor ya había pasado. Ya estábamos muy cerca del lugar donde pasaríamos la noche.
Comenzamos a bajar por el valle Berlín, que da nombre a la casa donde nos alojaríamos, la finca Berlín. Allí, en la parte baja del valle, la familia compuesta por Diego, María y el pequeño Diego nos dio la bienvenida. Habíamos recorrido unos dieciséis kilómetros en unas ocho horas: estábamos exhaustos.
Una vez en la cima nos tumbamos a descansar un rato: lo peor ya había pasado. Ya estábamos muy cerca del lugar donde pasaríamos la noche.
Comenzamos a bajar por el valle Berlín, que da nombre a la casa donde nos alojaríamos, la finca Berlín. Allí, en la parte baja del valle, la familia compuesta por Diego, María y el pequeño Diego nos dio la bienvenida. Habíamos recorrido unos dieciséis kilómetros en unas ocho horas: estábamos exhaustos.
La casa, ubicada en un lugar privilegiado en medio del valle, era una construcción humilde: además de la habitación donde dormía toda la familia, tenía una cocina, un baño y un dormitorio con literas para acomodar a los senderistas. La extensión de los terrenos de la finca era enorme. Allí campaban a sus anchas todo tipo de animales: caballos, vacas, cerdos, gallinas, cabras, perros…
Nos dijeron que la población más cercana estaba a unas cinco horas a caballo, así que como puede imaginarse, el de esta familia es un modo de vida muy diferente a lo que estamos acostumbrados. Todas estas cosas (y muchas otras) nos las contaron en la cocina en torno al fuego, ya que aunque cuentan con electricidad gracias a unas placas solares, cocinan con leña. Esa noche no había más turistas, así que cenamos tranquilamente. Como estábamos muy cansados nos fuimos a dormir pronto. A la mañana siguiente, después del desayuno, nos despedimos del pequeño Diego, que se iba al colegio a lomos de una yegua. Cuando estuvimos listos iniciamos la ruta. Según nos dijo nuestro guía Juan Diego, los dos días que quedaban eran mucho más relajados que el primero. |
Subimos la ladera contraria al valle por el que habíamos bajado, que estaba plagada de frailejones. Antes de emprender el último ascenso a la cima, paramos para contemplar el valle de Berlín: desde ahí había una magnífica panorámica de todo el valle y a lo lejos se veía la casa.
En el último tramo de ascenso apareció la niebla, que comenzó a cubrirlo todo a mucha velocidad. Una vez en la cima, Juan Diego nos dijo que el resto del camino hasta llegar al alojamiento era cuesta abajo. Al fin le daríamos un descanso a nuestras pulsaciones.
La niebla se fue a la misma velocidad que vino, dejándonos una increíble imagen de toda la ladera llena de frailejones: nos despedíamos de ellos en esta ruta.
A partir de ahí el paisaje cambió para dar paso al bosque andino. Hicimos una parada junto a una cabaña abandonada donde comimos algo, y después emprendimos directamente el camino hasta la finca La Argentina, donde pasaríamos la segunda noche. Ese día habíamos caminado unos ocho kilómetros en unas cinco horas.
A nuestra llegada estaban solamente los dueños, Emilio y Gloria, y aunque era un poco tarde, la señora Gloria nos dio de comer.
La finca está ubicada en la ladera de una montaña arbolada. Aunque el enclave también era muy bonito, nos gustó más el de la finca Berlín. |
La casa era un poco más grande, pero las comodidades eran similares: tenían dos habitaciones con literas para los montañeros, un baño común (para la familia y los huéspedes) y la comida también se disfrutaba en la cocina en torno al fuego. También tenían todo tipo de animales por los alrededores. Poco a poco el lugar se fue llenando de turistas de todas las nacionalidades, francófonos en su mayoría.
Nos pasamos la tarde charlado con los otros excursionistas y con sus guías. Tras la cena, nos fuimos todos a dormir. Juan Diego nos hizo madrugar un poco con la idea de llegar a Salento a comer. La caminata del día era sencilla: una eterna bajada hasta el valle del Cocora.
Nos pasamos la tarde charlado con los otros excursionistas y con sus guías. Tras la cena, nos fuimos todos a dormir. Juan Diego nos hizo madrugar un poco con la idea de llegar a Salento a comer. La caminata del día era sencilla: una eterna bajada hasta el valle del Cocora.
Al poco de salir pudimos ver la finca en medio de la ladera rodeada de vegetación por todas partes. Después se puso a llover y contemplamos un efímero arcoíris sobre el valle.
La bajada fue un tanto exigente en algunos momentos. Entre tanto, seguíamos rodeados de vegetación. Por fin, poco a poco, fueron apareciendo las palmas de cera: dejábamos atrás la cuenca del Parque Los Nevados y nos adentrábamos en el valle del Cocora. Este árbol es la variedad de palmera más alta del mundo y el árbol nacional de Colombia.
En la parte final de nuestra caminata tuvimos que atravesar dos veces el río Quindío. Finalmente salimos a una pista de tierra donde pudimos contemplar el valle en toda su extensión. A pesar de que las laderas de las montañas han sido desbrozadas casi por completo para permitir pastar a las vacas, el lugar es muy espectacular.
Allí encontramos ya una multitud de turistas. El valle tiene un acceso muy sencillo desde Salento, siendo uno de los lugares más turísticos del país.
Después de tres días caminando en soledad por las montañas volvíamos a la civilización. Durante nuestra ruta nos faltó poder contemplar los nevados que dan nombre al parque: montañas con nieves y hielos perpetuos de más de 5 000 metros de altitud que rodean los valles por los que caminamos. Desgraciadamente, en la época del año en la que hicimos la travesía las cimas suelen estar cubiertas de nubes y no es fácil verlas despejadas.
Ese día caminamos unos diez kilómetros que nos llevaron algo más de cuatro horas. En Cocora nos subimos los tres a un Willys que nos condujo hasta Salento. Los Willys son unos jeeps que en los pueblos de la zona hacen las veces de taxi. |
Lo primero que hicimos nada más llegar a Salento fue parar a comer en un restaurante. Pedimos una bandeja paisa (el plato típico de la región, compuesto por frijoles, arepa, plátano, aguacate, chorizo, huevo frito y chicharrón) y unas cervezas para celebrar el fin de la ruta.
Tras la comida Juan Diego nos llevó a recoger nuestra maleta a la empresa de mensajería y nos acompañó a nuestro alojamiento. Hicimos el registro, dejamos nuestros bártulos y fuimos con él hasta la terminal de autobuses a despedirlo. Lo pasamos muy bien en esas tres jornadas de travesía, durante las cuales compartimos muchas cosas. Quedamos en que la próxima vez nos veríamos en Europa.
Después llegó el momento más deseado de los últimos tres días (y no había sido la cerveza): una buena ducha de agua caliente.
Una vez nos duchamos, intercambiamos impresiones sobre los tres días de caminata. Llegamos a la conclusión de que, exceptuando la subida infernal del primer día, la travesía por los Nevados había sido una experiencia increíble, durante la cual habíamos disfrutado de paisajes únicos.
Cuando nos entró hambre, decidimos salir a dar una vuelta por Salento. El pueblo estaba lleno de turistas que poco a poco regresaban de visitar el valle de Cocora. La plaza estaba bastante animada y los Willys iban llegando y aparcando en fila.
Después llegó el momento más deseado de los últimos tres días (y no había sido la cerveza): una buena ducha de agua caliente.
Una vez nos duchamos, intercambiamos impresiones sobre los tres días de caminata. Llegamos a la conclusión de que, exceptuando la subida infernal del primer día, la travesía por los Nevados había sido una experiencia increíble, durante la cual habíamos disfrutado de paisajes únicos.
Cuando nos entró hambre, decidimos salir a dar una vuelta por Salento. El pueblo estaba lleno de turistas que poco a poco regresaban de visitar el valle de Cocora. La plaza estaba bastante animada y los Willys iban llegando y aparcando en fila.
Recorrimos la calle Real, la más emblemática del lugar, flanqueada a ambos lados de casas pintadas de vivos colores.
Al fondo se veían las escaleras que subían al mirador, pero decidimos dejarlo para el día siguiente: estábamos recién duchados y no nos apetecía empezar a sudar nuevamente.
La vuelta por el pueblo se nos acabó enseguida, así que entramos en un local de billar y estuvimos viendo jugar a los lugareños mientras tomábamos un café.
Cuando anocheció nos acercamos a la Luciérnaga, un lugar que nos recomendó Juan Diego, donde degustamos unos cócteles y una cena muy rica. Esa noche dormimos divinamente.
Nada más levantarnos salimos a pasear. Aprovechamos que a esas horas el pueblo estaba todavía un poco dormido para pasear prácticamente solos por la calle Real y hacer todas las fotos que quisimos.
La vuelta por el pueblo se nos acabó enseguida, así que entramos en un local de billar y estuvimos viendo jugar a los lugareños mientras tomábamos un café.
Cuando anocheció nos acercamos a la Luciérnaga, un lugar que nos recomendó Juan Diego, donde degustamos unos cócteles y una cena muy rica. Esa noche dormimos divinamente.
Nada más levantarnos salimos a pasear. Aprovechamos que a esas horas el pueblo estaba todavía un poco dormido para pasear prácticamente solos por la calle Real y hacer todas las fotos que quisimos.
Después subimos hasta el mirador. Fueron varios tramos de escalera empinada, que acometimos con calma. Desde arriba se ve una vista de todo el pueblo.
Bajamos las escaleras y dimos un rodeo para volver al alojamiento por otro camino y ver otras calles. De vuelta en el hotel pedimos el desayuno y nos los subimos a la habitación, ya que teníamos un bonito balcón y pensamos que ahí se estaría muy bien para desayunar. Tras desayunar, hicimos el check out y nos fuimos a la plaza para tomar un Willys que nos llevase a Filandia. Además de hacer de taxistas, también hacen a horas determinadas traslados entre poblaciones que no están cubiertos por autobuses. |
Nada más llegar a Filandia fuimos a nuestro alojamiento: en esta ocasión era una casita en las afueras que contaba con un agradable porche con unas hamacas. A pesar de que nos hubiéramos quedado en las hamacas un buen rato, decidimos ir a visitar el pueblo.
Comenzamos acercándonos al mirador, una construcción de madera situada en un pequeño promontorio a las afueras. Para llegar a él pasamos por la Ruta de los Maestros Artesanos, una calle con tiendas de artesanía local, especialmente objetos hechos con mimbre. |
El mirador es una construcción curiosa, que ofrece una magnífica vista de 360 grados de los alrededores: estábamos rodeados de montañas verdes y vegetación.
De vuelta en el pueblo, fuimos hasta la plaza. Entramos en la iglesia y después paseamos por la calle del Tiempo detenido, llena de casas de colores. Era una calle muy parecida a la calle Real de Salento, aunque mucho más corta; la recorrimos enseguida.
De ahí nos acercamos hasta el restaurante Helena Adentro, el verdadero motivo por el que habíamos hecho este pequeño desvío hasta Filandia. El pueblo es bonito, pero no ofrece nada que no se haya visto en Salento, excepto este restaurante, reconocido en muchas ocasiones con multitud de galardones. Puesto que la gastronomía no es uno de los puntos fuertes de Colombia, queríamos disfrutar de una buena comida.
El local es muy agradable. Tienen una carta con platos típicos colombianos con un toque moderno y otros platos de cocina internacional. De entrante pedimos unas marranitas (un plato típico de la región), un sándwich de conejo estofado y unas costillas glaseadas con ron. Estuvo todo muy rico, pero las costillas perdurarán para siempre en nuestro recuerdo. Para completar el cuadro, también tienen una excelente carta de cócteles a la que no pudimos resistirnos.
El local es muy agradable. Tienen una carta con platos típicos colombianos con un toque moderno y otros platos de cocina internacional. De entrante pedimos unas marranitas (un plato típico de la región), un sándwich de conejo estofado y unas costillas glaseadas con ron. Estuvo todo muy rico, pero las costillas perdurarán para siempre en nuestro recuerdo. Para completar el cuadro, también tienen una excelente carta de cócteles a la que no pudimos resistirnos.
Por la tarde estuvimos vagabundeando por el pueblo y contemplando unas cuantas actuaciones que hicieron en la plaza. Cuando nos cansamos, nos fuimos al alojamiento.