Vuelta al mundo
Julio-agosto 2017
Preparativos Llevábamos un tiempo queriendo hacer un gran viaje, entendiendo por grande tanto por días fuera de casa como por lugares a visitar. Después de darle muchas vueltas, pensamos que un viaje de vuelta al mundo cumpliría los requisitos. Se nos ocurrió la original idea de que durara ochenta días, pero eso requería ausentarnos de nuestros trabajos más allá de posibles vacaciones anuales, obligándonos además a dejar de percibir nuestros respectivos sueldos durante un tiempo. Echando números vimos que, ya de por sí, el viaje iba a ser bastante costoso, así que la posibilidad de no tener ingresos durante una temporada quedó rápidamente descartada. Redujimos por tanto los días hasta un número que pudiese ser cubierto con días de vacaciones. Ese número fue seis semanas o, lo que es lo mismo, cuarenta y dos días. Ya sabíamos lo que duraría nuestro “gran” viaje. Lo siguiente fue definir el itinerario. Después de darle muchas vueltas, decidimos enfocar el viaje en volver a visitar nuestros destinos preferidos, añadiendo algún rincón nuevo. Hicimos un proyecto de itinerario que inicialmente resultó en 55 días; tuvimos que meterle la tijera para dejarlo en 42 días. Fue un proceso complicado, en el que cambiamos de opinión una y mil veces hasta llegar a un recorrido satisfactorio. Después hubo que tomar una decisión fuera de lo habitual: en qué dirección haríamos el viaje. Cualquiera que haya leído la famosa novela de Julio Verne sabrá que yendo hacia el este se gana un día de viaje, lo cual no es nada despreciable. Sin embargo, surfeando en la blogosfera de viajes, vimos que casi todo el mundo lo hacía hacia el oeste, perdiendo un día. Hablamos con algunos de ellos y todos coincidieron en lo mismo: el cambio horario hacia el este se sufre mucho más que hacia el oeste. Cada persona es diferente, pero nos dimos cuenta de que nuestra historia viajera también respaldaba la teoría, por lo que tomamos la decisión de seguir el consenso. Además, hay que añadirle que viajando hacia el oeste se pueden reservar más vuelos nocturnos que hacia el este, por lo que, aunque se pierde un día real, se ganan días de turismo ya que se llega al destino por la mañana. Tras esto llegó el momento de comprar el billete de avión. Para este tipo de viajes los grupos de aerolíneas (Oneworld, SkyTeam y StarAlliance) ofrecen un billete llamado “Vuelta al mundo”, en el que el precio final depende de los continentes visitados, o de los tramos de avión seleccionados, o del número de millas recorridas. De entre las tres escogimos Oneworld: pensamos que sería la mejor opción para visitar América del Sur y Oceanía, ya que entre las compañías que forman el grupo se encuentran Latam y Qantas. Nos pusimos en contacto con varias aerolíneas para pedir presupuesto y la más diligente fue Qantas (que además cuenta con una oficina en España) y que fue con la que compramos el billete. Finalmente reservamos todos los alojamientos, alquilamos un par de coches (en Tasmania y Sudáfrica) y obtuvimos los visados allá donde eran necesarios (Estados Unidos y Australia). Con esto dimos por concluidos los preparativos. Habíamos empezado a gestionarlo un año antes del día de salida y lo dejamos listo unos pocos meses antes. Nunca le habíamos dedicado tanto tiempo a preparar un viaje, pero también es cierto que nunca habíamos hecho uno de estas características.
Isla de Pascua
Al día siguiente volamos a Isla de Pascua, esa diminuta isla situada en medio del Océano Pacífico y famosa por sus moáis. Volar desde Santiago de Chile hasta allí es bastante caro, así que decidimos incluirla en nuestro itinerario. Así el coste del billete se diluiría en el global del viaje y, de paso, visitábamos uno de los lugares míticos del planeta. Para las tres noches que pasaríamos allí habíamos reservado una habitación en Manureva Lodge, un pequeño y familiar bed & breakfast. Como una gran superficie de la isla forma parte del Parque Nacional Rapa Nui, los dueños del lodge nos recomendaron comprar la entrada en la taquilla que hay en el aeropuerto. Nada más descender del avión nos dimos de bruces con ella. El pago se hace en efectivo en dólares americanos o en pesos chilenos, algo de lo que afortunadamente estábamos prevenidos.
Los propietarios del lodge vinieron a recogernos al aeropuerto y nos obsequiaron con sendas coronas de flores a modo de bienvenida. Nosotros este acto lo identificábamos más con la Polinesia, pero nos comentaron que por la ubicación de la isla, los rapanui (que es como se llama a los nativos del lugar) tienen mucho más en común con los polinesios que con los chilenos del continente. Nos dieron una vuelta en coche por Hanga Roa, la única ciudad de la isla, para que nos orientásemos; después nos llevaron al alojamiento. Ese día no dio mucho más de sí. Cenamos algo y decidimos alquilar un par de bicicletas para visitar la isla al día siguiente. Sin duda no elegimos el mejor medio de locomoción. Durante todo el día el viento azotó bastante la isla y no es precisamente el mejor aliado cuando se va en bicicleta. Fue un día duro, pero valió la pena. Comenzamos bordeando la costa en dirección a Rano Raraku. En varios sitios vimos moáis caídos, pero no paramos hasta llegar a Ahu Akahanga. Allí nos acercamos hasta el promontorio, con varios moáis esparcidos por el suelo, que en su día debió ser bastante espectacular. Los moáis normalmente están colocados dándole la espalda al mar y estos no eran una excepción.
Desde allí seguimos hasta uno de los sitios más espectaculares de la isla, Rano Raraku. Emplazado en la ladera de un volcán inactivo, era la cantera en la que se tallaban los moáis, desde donde luego eran transportados a su destino final.
Hay un sendero que recorre el lugar que discurre entre los moáis desperdigados. El sendero finaliza en un moái que parece estar arrodillado, el único con postura sedente de toda la isla.
Desde ese punto se aprecia a lo lejos Ahu Tongariki, que con su hilera de quince moáis frente al mar fue lo más espectacular de la isla.
Pero no nos adelantemos. En Rano Raraku también se puede contemplar el moái más grande de Isla de Pascua. Se reconoce perfectamente la forma y se pueden apreciar sus casi 21 metros de longitud, aunque no se llegó a extraer de la montaña.
Después de contemplar todos los moáis junto al sendero, volvimos al punto de partida del mismo para continuar hacia el interior del volcán, que se ve que colapsó hace tiempo. En su interior ha quedado un pequeño lago. En una ladera se ven unos cuantos moáis desperdigados, pero el acceso hasta allí está prohibido, así que nos tuvimos que conformar con verlos desde lejos.
Volvimos a las bicicletas y pedaleamos hasta Ahu Tongariki. Allí nos maravillamos con la vista del lugar: como decíamos antes, se trata de un promontorio junto al mar con quince moáis alineados, pero de espaldas a este. Uno de ellos lleva un pukao, una especie de moño o sombrero de color rojizo que llevan sobre la cabeza.
Los promontorios sobre los que reposan los moáis se denominan ahu, que es como llaman en su propia lengua a la plataforma ceremonial sobre la que están colocados.
Estuvimos disfrutando de la vista de Ahu Tongariki un buen rato, sacando fotos desde todos los lugares. Antes de irnos nos acercamos a ver unos petroglifos y le hicimos una foto al moái solitario de la entrada. Volvimos a la bicicleta y llegamos hasta Ahu Te Pito Kura, donde se encuentra la piedra que representa el centro del universo para la cultura rapanui. Hace no mucho tiempo uno se podía sentar en una de las cuatro piedras más pequeñas que rodean la piedra principal, pero un evento totalmente fuera de lugar hizo que las autoridades del parque la rodearan con un muro de piedras, así que ahora solamente se puede observar. Fue una parada breve, al igual que la playa de Ovahe. Para llegar a ella tuvimos que escalar un poco una zona de piedras, ya que la marea estaba alta; por eso la playa era un tanto pequeña.
Continuando nuestra ruta llegamos hasta Anakena. Este lugar es muy original: tras una zona llena de altísimas palmeras se llega a un ahu con siete moáis (aunque solo cinco de ellos están en buen estado), de los cuales cuatro tienen pukao. Se encuentran dando la espalda a una hermosa playa de arena, la única de la isla junto con la de Ovahe.
Un valiente grupo de escolares se estaba bañando, pero nosotros fuimos más cautos y nos conformamos con descansar un rato sobre la arena.
Tras esta visita iniciamos el camino de vuelta hacia el alojamiento culminando así la ruta circular por la única carretera asfaltada de la isla. Fue un día duro de pedaleo. Como hemos comentado anteriormente, un poco porque la distancia que recorrimos fue mayor de la esperada y, sobre todo, por el viento (aunque a la llegada al lodge nos dijeron que eso no era nada comparado con los vientos que suelen sufrir en esa época del año, por lo que incluso podíamos considerarnos afortunados). El siguiente día decidimos cambiar de medio de transporte: nos tocaría caminar. Comenzamos la mañana subiendo hasta el volcán Rano Kau, que junto a Ahu Tongariki y a Rano Raraku son los tres lugares más increíbles de Isla de Pascua. Subimos por el sendero Te Ara o Te Ao, que sale desde las afueras de Hanga Roa. El camino no es muy largo aunque es un poco empinado, pero el trayecto se hace agradable. Además termina justamente en el mirador del volcán. Este también colapsó hace tiempo y su interior está cubierto de agua. La vista desde el mirador es muy bonita.
En cualquier caso, la visita no se termina ahí. Desde el mirador sale otro sendero que va bordeando el volcán en dirección a Orongo, una ciudadela donde los rapanui llevaban a cabo una curiosa ceremonia.
Al llegar a Orongo hay un pequeño edificio donde un guía explica los restos arqueológicos de la zona y cómo hacer la visita; también hay paneles donde se pueden ver los lugares de interés en Orongo. La ceremonia consistía en que los rapanuis más atrevidos descendían por el acantilado hasta el agua y nadaban hasta los islotes cercanos (conocidos como motu). Allí tenían que agarrar un huevo de un pájaro que acostumbraba a anidar allí, colocándoselo en una especie de gorro porque tenían que hacer el camino de vuelta (nadar hasta el acantilado y escalarlo) sin que el huevo se rompiera. Una vez de vuelta en Orongo se lo entregaban al hechicero que decidía quién era el ganador. Probablemente la historia tenga algún matiz que hemos olvidado, pero en esencia era así. La ciudadela está reconstruida y no se puede acceder al interior de las casas, simplemente se pasea por el sendero que recorre el lugar hasta volver a la entrada.
Volvimos a pasar por el volcán Rano Kau y decidimos bajar hasta Hanga Roa por la carretera para parar en Ana Kai Tangata, una pequeña cueva con pinturas rupestres visibles solamente para gente con mucha agudeza visual, ya que lo único que se ve es una zona donde la piedra tiene un color más rojizo.
De vuelta en Hanga Roa paramos a comer en Donde la Tía Sonia, recomendado por nuestros anfitriones del lodge. Comimos un guiso de judías (porotos) y un pastel de papas que estaban muy ricos y a muy bien precio. Porque no hemos dicho nada de los precios de las cosas en la isla: por estar tan lejos del continente y no tener puerto marítimo todo lo transportan en avión desde Santiago de Chile, excepto las pocas cosas que cultivan allí.
Por la tarde fuimos hasta Puna Pau. Fuimos caminando y resultó estar mucho más lejos de lo previsto. Afortunadamente un rapanui que pasaba en coche se apiadó de nosotros y nos acercó bastante al lugar. En Puna Pau era donde los rapanui construían los pukao. Ahí se encuentra la cantera de la que sacaban la piedra rojiza. De hecho, había bastantes pukao esparcidos por la zona.
Cuando salimos de allí, para nuestra desgracia, comenzó a llover a mares. Allí estábamos con nuestros chubasqueros en medio de una carretera perdida cuando, de repente, tuvimos la inmensa fortuna de que justo en ese momento pasaba por allí en su coche de alquiler una pareja anglo-australiana que se alojaba en el mismo lugar que nosotros y con los que habíamos estado charlando en el desayuno. Por suerte nos reconocieron, se compadecieron de nosotros y nos hicieron un hueco en su 4x4.
Todavía teníamos agujetas de la bicicleta del primer día así que, tras el episodio de la lluvia, decidimos que para nuestro último día en la isla nos alquilaríamos un coche. Comenzamos la mañana yendo hasta el Ahu Akivi, donde contemplamos el promontorio con siete moáis. Tras esta visita fuimos a dos cuevas, bastante más interesantes que la del día anterior. Comenzamos por Ana Te Pahu, también conocida como cueva de los plátanos, porque el lugar de acceso está lleno de estos árboles frutales.
La cueva es bastante amplia; llegamos hasta un punto donde no se veía más allá, así que no sabemos cual sería su longitud. Desde allí condujimos hasta Ana Kakenga, también llamada cueva de los dos ojos. Para llegar a esta cueva hay que caminar desde el aparcamiento (que estaba lleno de coches igualitos que el nuestro: todo turistas) por un bonito camino arbolado hasta llegar a un punto donde se ve un pequeño agujero en el suelo: esa es la entrada a la cueva.
La primera parte está muy oscura y hay que ir agachado, hasta llegar a una zona donde la cueva tiene dos aberturas, que son los dos ojos que le dan nombre. Las orificios se abren sobre un acantilado que da al océano, así que hay que ir con un poco de precaución.
La siguiente parada fue en Ahu Tahai. Este lugar se encuentra ya a las afueras de Hanga Roa, por lo que es posible llegar hasta allí dando un paseo; pero como teníamos el coche, había que amortizarlo.
El Ahu Tahai es una explanada grande con moáis en tres lugares diferentes: uno solitario muy bien conservado (o quizá restaurado) con su pukao y ojos, otro solitario en el centro y una plataforma con restos de cinco moáis. El conjunto está junto al mar, por lo que es un lugar muy agradable. Junto a Ahu Tahai y un poco más cerca de la ciudad se halla el cementerio de Hanga Roa, también muy cerca del agua. Las tumbas están decoradas (alguna incluso con un moái), por lo que el conjunto resulta bastante bonito.
Con estas dos últimas visitas ya habíamos visitado todos los lugares de la isla que queríamos. Así que aprovechando que teníamos coche, pasamos por Donde la Tía Sonia, compramos unas empanadas para llevar y condujimos hasta Ahu Tongariki. Allí nos comimos las exquisitas empanadas contemplando el lugar por última vez. Dicen que en el verano austral, durante el amanecer el sol aparece por detrás de los moáis, por lo que es muy típico ir allí al alba. Debe ser un espectáculo digno de ser contemplado.
Al día siguiente salía nuestro vuelo de vuelta al continente. Hasta la hora de marchar al aeropuerto estuvimos dando un paseo por Hanga Roa, visitamos la iglesia y llegamos nuevamente hasta Ahu Tahai.
Ya de vuelta al alojamiento nos llevaron hasta el aeropuerto y nos despedimos de nuestros anfitriones. Lima Desde Santiago de Chile volamos hasta Lima, nuestra siguiente parada. Nuestra corta estancia en la capital del Perú tuvo dos atractivos fundamentales: uno lúdico, dedicado a visitar a la parte chilena de la familia que reside allí, y otro gastronómico, ya que Lima es una de las ciudades en las que mejor hemos comido del mundo. Suponemos que influye mucho nuestra afición al ceviche en particular y a la gastronomía peruana en general. En Lima visitamos tres restaurantes, todos con un resultado satisfactorio aunque con muchos y diferentes matices. El primero fue ámaZ. Este local es una apuesta personal del afamado cocinero Pedro Miguel Schiaffino. Este chef se hizo famoso por su restaurante Malabar; años más tarde decidió abrir ámaZ, donde sirve principalmente productos de la Amazonia. El plato más conocido es el paiche, el segundo pescado más grande del mundo de agua dulce; aunque hay otros platos igual de desconocidos para los que viajamos desde Europa, e igual de ricos. Nos encantaron unos caracoles de río con sofrito y nos sorprendió algo tan simple como un plátano maduro al grill con queso salado. La segunda salida gastronómica fue a Rafael. Este local pertenece al cocinero Rafael Osterling, ya un decano de la gastronomía peruana. Por sus fogones han pasado muchos de los ahora jóvenes y punteros chefs peruanos (entre otros, el anteriormente comentado Pedro Miguel Schiaffino).
En Rafael la sensación fue un poco agridulce. Probamos platos exquisitos (como los sesos rebozados con curry o un increíble tiradito de lenguado y conchas), pero lo encontramos demasiado europeo para nuestro gusto: tanto por los platos de la carta como (sobre todo) por los precios. Además el local estaba abarrotado y nos pareció demasiado bullicioso. La tercera y última expedición culinaria fue a Nanka, una propuesta mucho más humilde que las anteriores pero no por ello menos interesante. Para empezar, este restaurante nos brindó la mejor relación calidad/precio de los tres (aunque todo hay que decirlo: al primero fuimos invitados). La comida de este sitio se define como de fusión orgánica (lo que quiera que signifique eso). Está regentado por una pareja peruano-australiana que hace una cocina desenfadada y ofrece platos típicos peruanos, además de otras propuestas más internacionales. Tienen un huerto orgánico en la parte de atrás del local y eso se nota, por ejemplo, en unos fresquísimos rollitos vietnamitas. Aunque quizá el plato estrella sea la grandiosa fuente de arroz con pato acebichado. No hay que olvidar una original carta de cócteles, con combinaciones sorprendentes y refrescantes.
San Francisco Desde Lima volamos hasta San Francisco con un pequeña escala en Dallas-Fort Worth. A nuestra llegada al aeropuerto tomamos el Bart Train que nos llevó directamente hasta Powell Station. Habíamos reservado un hotel a unos diez minutos caminando desde esa parada. El alojamiento escogido fue el Grant Hotel que, sin ser nada del otro mundo, resultó estar muy bien ubicado y gozar de una buena relación calidad/precio. Nada más dejar las maletas decidimos comer algo. Optamos por un bánh mì, el famoso bocadillo vietnamita, en el local Fresh Brew Coffee, que estaba justo frente al hotel. Por supuesto lo acompañamos con un café recién hecho.
Por diversas circunstancias, en nuestra visita a esta ciudad en julio de 2011 hubo unas cuantas actividades que no pudimos disfrutar, así que esta vez decidimos ponerle remedio.
Una vez en este parque seguimos las señales del “presidio promenade”. Esta caminata nos llevó hasta un amplio parque, desde donde contemplamos una vista un tanto lejana de un transatlántico pasando por debajo del puente Golden Gate.
En un momento dado llegamos a una zona de obras y allí dejó de haber señales, así que nos dejamos llevar por nuestra intuición, caminando hacia el agua para contemplar el famoso puente. Llegamos a un punto panorámico y pudimos ver que había ballenas nadando en la bahía, algo que no habíamos visto en nuestra visita anterior.
Esta pequeña playa es bastante conocida en la zona, ya que sin ser una playa nudista, digamos que el uso de la ropa se deja a discreción del visitante.
Una vez hubimos hecho las fotografías de rigor, subimos de nuevo y tomamos uno de los autobuses gratuitos que circulan por el parque, que nos llevó hasta la entrada del mismo.
Como ya estaba atardeciendo, decidimos ir a cenar algo. Después fuimos a tomar un cóctel a Smuggler’s Cove, una coctelería mítica en San Francisco y una institución en el mundo de la coctelería tiki.
Nuestro segundo día en San Francisco lo comenzamos caminando hasta Lombard Street, para bajar la famosa manzana de las curvas de esta calle. A pesar de ser temprano ya había un numeroso grupo de turistas en la zona.
Desde lo alto de Telegraph Hill pudimos contemplar también una amplia panorámica del distrito financiero, donde destaca la curiosa forma del Transamerica Pyramid, el rascacielos más alto de la ciudad.
Bajamos la colina hasta el propio distrito financiero y estuvimos un rato caminando entre sus edificios.
De ahí fuimos a la vecina Chinatown, plagada de negocios y restaurantes chinos y hasta donde se desplazan los miembros de esta numerosa comunidad para hacer sus compras diarias.
El Pier 39 se ha convertido en un pequeño parque temático: está lleno de tiendas y restaurantes, pero sobre todo, abarrotado de turistas consumiendo y comprando. Nosotros íbamos solamente a ver a los leones marinos, así que pasamos de largo y nos fuimos a contemplar a estos simpáticos animales. No había demasiados porque en esa época del año la mayoría migra a otras latitudes, pero había unos cuantos.
Estuvimos un buen rato contemplándonos, tras lo cual fuimos hasta Ghirardelli. Esta famosa tienda de chocolates es toda una institución en la ciudad. Decidimos quedarnos a merendar y nos tomamos una copa de helado bañado con su famoso chocolate.
Resolvimos ir a descansar un rato al hotel y salir un poco más tarde a cenar una hamburguesa. Fuimos a Sam’s Pizza & Burgers, un pequeño local muy popular entre los locales donde nadie toma pizza sino hamburguesas. Aprovechamos que estaba cerca del edificio Pyramid para contemplarlo con la luz del atardecer.
Al día siguiente nos alquilamos unas bicis. Esta actividad es muy popular entre los turistas y era algo que nos habíamos quedado con ganas de hacer la vez anterior.
Las alquilamos en Blazing Saddles, sin duda el negocio más famoso de San Francisco de alquiler de bicicletas. Por la cercanía a nuestro hotel, nosotros optamos por la oficina de Mason Street y fue todo un acierto. La mayoría de las sucursales están por la zona de Embarcadero y todas hacen la misma ruta hasta el Golden Gate Bridge. En esta oficina nos propusieron una ruta alternativa y la verdad es que nos encantó. Comenzamos bajando hasta Market Street y ahí, en vez de doblar a la izquierda hacia Embarcadero, torcimos a la derecha por el carril bici. Continuamos por esta senda hasta Duboce Avenue, donde en un lateral del centro comercial de la esquina contemplamos el mural que hay pintado allí.
Seguimos por una zona que han llamado The Wiggle, en la que se va haciendo zigzag durante un tranquilo y agradable barrio residencial. Tras pasar esa zona subimos una cuesta para llegar hasta Alamo Square. En esa plaza contemplamos las “Painted Ladies”, nombre con el que se conoce a este grupo de siete casas de estilo victoriano que hay en un lateral del parque. Ofrece una panorámica que nos encanta a los turistas.
Después de las fotos de rigor deshicimos un poco de ruta y giramos a la derecha para entrar en el Golden Gate Park. Allí pasamos por una plaza que alberga unos museos para continuar por Arguello Boulevard hasta el parque Presidio. Enseguida nos encontramos con un mirador llamado Inspiration Point que, a pesar del nombre, no ofrecía una vista muy inspiradora. Desde ahí fuimos directamente hacia el Golden Gate Bridge. Allí nos juntamos con la marea de peatones y ciclistas que lo cruzaban y nos sumamos al grupo.
A lo largo del puente paramos unas cuantas veces, principalmente para contemplar la vista, pero también para observar a las ballenas, que al igual que la tarde anterior estaban otra vez en el interior de la bahía.
Una vez atravesamos todo el puente llegamos hasta Vista Point, que es como se llama el área de descanso que hay allí.
Lo habitual llegados a ese punto es descender hasta Sausalito y tomar el transbordador de vuelta a San Francisco, pero nosotros decidimos desandar camino. Así que volvimos a cruzar el puente en dirección contraria y bajamos por el sendero que va hacia Crissy Field. Queríamos hacer la ruta que hacen la mayoría de los ciclistas pero en sentido inverso. El motivo principal era porque queríamos recorrer Marina Boulevard para cotillear las mansiones con vista a la bahía que se suceden por esa calle y dar rienda suelta al voyeur que llevamos dentro.
Llegados a este punto, habíamos terminado todas las visitas que queríamos hacer ese día y ya solamente quedaba ir a devolver la bicicleta. Sin embargo, tuvimos una ocurrencia de última hora: bajar las curvas de Lombard Street en bicicleta. El principal problema que tenía nuestra genial idea era que, para ello, primero había que llegar hasta lo alto de la calle (y por tanto, salvar algún que otro desnivel imposible). Nos pusimos a pedalear hasta donde pudimos, hasta que no quedó más remedio que bajar de la bici y subir caminando. Una vez arriba fue todo mucho más fácil: sin sobrepasar el límite de 5 millas por hora que aplica a ese tramo (cosa por otra parte inviable debido a la enorme cantidad de coches que atraviesan la calle) bajamos en bicicleta por Lombard Street.
Tras la experiencia nos dirigimos hacia la calle Mason para devolver las bicis. Fue un día muy completo.
Al día siguiente salía nuestro vuelo con destino a Tokio. Hasta que llegó la hora de marcharnos al aeropuerto, estuvimos dando un paseo sin rumbo que nos llevó hasta Crocker Galleria, un centro comercial acristalado con arcadas. En la planta que da a la calle ese día había un pequeño mercado. Estuvimos cotilleando por los puestos, que tenían mucha mejor pinta que los que habíamos visto junto al Ferry Building. Como colofón hicimos un brunch en un típico “diner” donde nos comimos unas “french toasts”. Es nuestra pequeña debilidad y algo que nos gusta hacer en nuestras visitas a cualquier lugar de los Estados Unidos.
Tras el temprano almuerzo volvimos al hotel a recoger las maletas y nos fuimos al aeropuerto.
Tuvimos la suerte de estar en el lado adecuado en el despegue y pudimos contemplar la ciudad de San Francisco desde lo alto. Fue una vista muy espectacular. |