Vietnam
Sur de Vietnam
Nada más aterrizar, nos montamos en un taxi y le pedimos que nos llevara a la estación de autobuses que parten hacia la zona del delta del Mekong. Nuestro destino era Cái Bè, un pequeño pueblo en el delta, y no precisamente el más turístico. Por este motivo, no había autobuses que fueran directos hasta allí, así que tuvimos que ingeniárnoslas para comprar los billetes, porque necesitábamos uno que pasara por la zona. Finalmente fue más fácil de lo previsto: nos subimos en uno que iba hacia Can Tho, pero que según nos dijeron, nos pararía a las afueras de Cái Bè. Allí tomaríamos un taxi hasta nuestro alojamiento. El bus nos dejó literalmente en medio de la carretera. Tan solamente se nos acercó un motorista diciendo que nos llevaba adonde quisiéramos. Ni rastro de taxis por la zona. Cuando entendimos que no iba a haber muchas opciones de traslado, le pedimos que llamara a otro motorista, porque no pensábamos subirnos los dos con los bultos en una única moto. En seguida apareció un colega del anterior, les enseñamos el nombre del alojamiento y nos subimos cada uno en una moto. Aquí sufrimos el único momento de dificultad del viaje. Los motoristas nos llevaron a un hotel en medio de la nada que no era el nuestro. No había nadie por la zona que hablara mínimamente inglés, y no había manera de salir del embrollo. Afortunadamente, llamaron a alguien que sabía unas pocas palabras, quien se acercó y trató de ayudarnos. Sin mucha convicción, creyó saber dónde estaba nuestro alojamiento y así se lo indicó a nuestros motoristas. Había que pasar uno de los brazos del río en un transbordador. Cuando llegamos al transbordador nos dio la sensación de que los motoristas seguían sin tener ni idea de dónde estaba nuestro alojamiento. Vimos a un occidental subiendo al transbordador y nos tiramos en plancha a pedirle ayuda. Entonces sucedió algo realmente inesperado: el occidental en cuestión era un chico polaco que hablaba perfectamente español e iba en compañía de su novia vietnamita, y que casualmente se alojaban en el mismo hotel en el que habíamos reservado nosotros. Eso es lo que se llama un golpe de suerte. La chica vietnamita le explicó a los motoristas cómo llegar en su propio idioma y todos los problemas se solucionaron de repente. Como el día no daba para más, nos quedamos a cenar en el alojamiento, contratamos la excursión del día siguiente y después de una ducha, nos fuimos a dormir. La excursión del día siguiente fue para nosotros dos solos. Acompañados por el guía del alojamiento, nos montamos en unas bicis y fuimos hasta el núcleo de población. Tuvimos que cruzar el río en el transbordador y una vez al otro lado, pedaleamos hasta llegar al mercado. Allí dejamos las bicis e hicimos un recorrido por casi todos los puestos que había. La verdad es que había prácticamente de todo. Vimos cómo desplumaban las aves, cómo pelaban ranas vivas, nos compramos una bolsa de rambután (fruta muy jugosa parecida al lichi), y finalizamos la ruta en un puesto donde nos comimos una sopa de noodles deliciosa.
Cuando acabamos la comida, estaba esperándonos un bote con nuestras bicicletas ya a bordo para dar una vuelta por los brazos del delta del Mekong. El paseo en barca incluía algunas paradas orientadas a que comprásemos algo. La primera fue en una tienda en la que elaboraban distintos tipos de miel y derivados. En la siguiente parada el protagonista fue el arroz: nos mostraron cómo hacían papel, caramelos o destilados a partir de este cereal. Por supuesto, en todos los sitios nos daban a probar casi todo lo que estaba a la venta.
Entre parada y parada íbamos disfrutando del entorno: por todas partes aparecían ríos y afluentes de dimensiones considerables; todo el mundo parecía moverse en barca. También había transbordadores por todas partes que cruzaban de una orilla a la otra. Sin duda, una zona totalmente volcada al río.
La última parada fue la que más nos gustó. El guía nos condujo por una zona llena de árboles y plantaciones de fruta y verdura.
Antes de llegar a la orilla nos topamos con un señor que criaba gallos de pelea y que estaba pintándolos con una brocha.
Una vez la barca nos hubo dejado en nuestra orilla, nos subimos a las bicis y volvimos a nuestro alojamiento. Nos dimos una ducha y regresamos a Ciudad Ho Chi Minh. Este trayecto lo hicimos en un coche privado que nuestro nuevo amigo polaco había reservado para él y su novia, y que nos había ofrecido compartir la noche anterior.
El coche nos dejó junto a nuestro alojamiento. Tras registrarnos en el hotel, comenzamos la visita de la ciudad. Ciudad Ho Chi Minh, antiguamente conocida como Saigón y así denominada todavía por mucha gente, tiene igualmente un buen número de motos. No obstante, las calles son más amplias y también posee grandes avenidas, lo que la hace mucho más transitable para el peatón. Nada que ver con Hanoi. Como no podía ser de otra manera, lo primero que visitamos fue un mercado, en este caso el de Ben Thanh. Si bien encontramos de todo, aquí los puestos de productos frescos cedían el protagonismo a otros artículos de mayor interés turístico como artesanía, regalos, ropa, etc.
De todos estos destaca, sin duda, el del Comité del Pueblo, al final de la avenida; era un edificio señorial que estaba profusamente iluminado. No lo estaba tanto la estatua de Ho Chi Minh que hay delante.
Llegados a este punto se puso a llover otra vez, así que cenamos unos bocadillos (Bánh mi) en un puesto callejero y nos fuimos para el hotel.
Nuestro último día en Vietnam amaneció soleado, así que íbamos a poder disfrutar de Saigón. Como nuestro vuelo de vuelta a casa salía por la noche, teníamos todo el día para explorar la ciudad. Paseamos de nuevo por delante de la Bitexco Financial Tower y llegamos hasta el río Saigón, donde estuvimos viendo pescar a un par de hombres con una simple cesta. Continuamos callejeando por la vieja Saigón y nos cruzamos con varios hoteles ubicados en edificios muy bonitos, como el Majestic, el Caravelle o el Intercontinental. Pasamos también por delante de la ópera, de marcado estilo francés.
Volvimos a la calle Nduyen Hue para contemplarla de día y nuevamente llegamos hasta la estatua de Ho Chi Minh y al edificio del Comité del Pueblo.
Cuando reanudamos la marcha fuimos hasta el palacio de la Reunificación. Tuvimos que conformarnos con verlo desde fuera porque estaba cerrado, ya que, según nos dijeron, había un acto oficial en el interior.
Justo cuando empezaba a entrarnos hambre, nos cruzamos con un puesto callejero, o mejor dicho, una barbacoa improvisada en medio de la acera junto a un árbol y que olía de maravilla. Así que decidimos disfrutar de nuestra última comida vietnamita sentados en las pequeñas sillas de rigor. Como suele ser habitual en estos sitios, no tuvimos que pedir nada. Directamente nos sirvieron dos platos de arroz con ensalada y carne a la brasa que estaban exquisitos.
Por la tarde nos acercamos a dos pagodas que estaban un poco más alejadas del centro. La primera fue la pagoda del Emperador de Jade. Lo primero que nos encontramos en el exterior fue un pequeño estanque atiborrado de tortugas. Una vez en el interior vimos el típico altar. En esta pagoda había unas salas adyacentes un tanto diferentes, una con unos paneles de madera tallados y otra con unas figuras de cerámica de mujeres bastante curiosas.
La segunda fue la pagoda de Xa Loi, que contiene un enorme Buda, y cuya peculiaridad es que para acceder a su interior hay que utilizar una de las dos escaleras situadas a cada lado: las mujeres tienen que utilizar la escalera de la derecha, mientras que la otra está reservada a los hombres.
Con estas dos pagodas dimos por finalizadas las visitas en Saigón. Volvimos paseando hasta el hotel, disfrutando de las últimas horas en Saigón. De vuelta en el hotel contabilizamos los billetes en moneda local que nos quedaban y el tiempo que teníamos hasta que tuviéramos que partir hacia el aeropuerto. Como había suficiente de cada, decidimos ir a un local de masajes a darnos uno en los pies, pues les habíamos dado mucho trabajo ese día.
Cuando terminamos nos cenamos los dos mejores bocadillos de todo el viaje: uno con minihamburguesas de carne al carbón que encontramos en un puesto callejero (por lo visto es el número uno entre los locales), y otro de embutido en un local mítico de la ciudad. Fue un final magnífico para un viaje en el que quizá la gastronomía fue el mayor descubrimiento. |