Rumania
Transilvania Transilvania (II)
El día siguiente llegamos a Targu Mures. La ciudad tenía muy buen ambiente, y llevábamos intención de comer en el restaurante más famoso de la ciudad, el Tempo Laci Csarda, no tanto por la fama como por la supuesta calidad. Este sitio tenía también alojamiento, la Pension Tempo, así que decidimos quedarnos y así poder disfrutar de la comida con una buena botella de vino de la zona, para después subir a dormir la mona a la habitación. Y fue dicho y hecho: en la pensión quedaba justamente una habitación doble, y una vez hicimos el check in, nos fuimos a comer para después subir a la habitación a descansar, que ya visitaríamos la ciudad por la tarde. Con energías renovadas, iniciamos la visita por la fortaleza, que no valía nada, y continuamos por la plaza Trandafirilor, con forma rectangular y que es el centro de la ciudad. Tiene un parque en el centro, que estaba muy animado con puestos con comida, ropa y artesanía típica, y muchos edificios bastante bien reformados a ambos lados. En un extremo de la plaza se encuentra la iglesia ortodoxa y en el otro el Palacio de Cultura, que intentamos visitar pero que ya estaba cerrado, por lo que decidimos ir a verlo al día siguiente antes de continuar con nuestra ruta. Continuamos nuestra visita por Targu Mures paseando sin rumbo y nos encontramos con una sinagoga y una amplia explanada delante del Teatro Nacional que estaba en obras. A la mañana siguiente paramos para visitar el interior del Palacio de Cultura, y fue todo un acierto. En el interior hay una sala para teatro o música, en la que estaban haciendo una competición de bailes populares, y diversas salas y salones más pequeños, en algunos de los cuales había exposiciones de pintura. Pero la palma se la llevó una sala llena de vidrieras y espejos, en la que había un numeroso grupo de españoles con un guía que comentaba los motivos de las vidrieras, así que pegamos la oreja y obtuvimos explicación gratis.
Frente al Palacio de Cultura se encuentra la prefectura, que cuenta con una torre a la que se puede subir, aunque hay que solicitarlo en la taquilla del propio palacio. Así lo hicimos, y una chica nos acompañó con una llave enorme y nos abrió la puerta de la torre y allí nos dejó, comentándonos que teníamos 20 minutos. Subimos a lo alto para contemplar la ciudad, y aunque la vista no es especialmente espectacular, bien vale el esfuerzo. Estando allí arriba vimos un pequeño accidente entre dos coches. Nos había resultado extraño no presenciar ningún accidente, o al menos los restos de alguno, habida cuenta de la manera que tienen de conducir en Rumania, ese país en el que la línea continua parece estar de adorno.
El casco antiguo de Sighisoara se encuentra en lo alto de una pequeña colina, y para acceder en coche hay que pagar aparcamiento, ya que toda la zona funciona como un parking. Como seguíamos con adelanto con respecto al itinerario original, decidimos hacer lo mismo que en Targu Mures, así que subimos con el coche hasta la misma plaza y fuimos a la oficina de turismo a preguntar por algún alojamiento que estuviera bien. Nos recomendaron un par de sitios, y nos quedamos en el primero que encontramos: Casa Saseasca, que se encontraba exactamente delante de donde habíamos aparcado.
Al igual que en Targu Mures, fuimos a comer a un buen restaurante con la botellita de vino de rigor, para acto seguido descansar un rato en la habitación. Tras el pequeño reposo iniciamos la visita de la ciudad. En la oficina de turismo nos dieron un mapa del centro en forma de dibujo, y en él venían señaladas y numeradas las principales atracciones de Sighisoara. Así que comenzamos por el 1 y fuimos viendo todos los edificios y monumentos por orden. Lo primero era la plaza Catati, en la que se encontraba la pensiune en la que nos alojábamos. De ahí fuimos a la Torre del Reloj, a la que deseábamos subir pero que ya habían cerrado: estaba claro que no teníamos suerte con los horarios de las torres. Seguimos haciendo el recorrido y pasando por diversas torres y edificios en general bastante bien restaurados.
Las calles estaban todas adoquinadas y llenas de casitas de dos plantas pintadas de vivos colores. A mitad del itinerario nos encontramos con la escalera cubierta, que con sus 174 escalones conecta con la parte alta del casco antiguo, donde se encuentran la iglesia de la colina y el cementerio, que estaba lleno de lápidas con nombres alemanes.
Cuando nos cansamos de pasear por el cementerio, bajamos las escaleras de vuelta al centro del casco antiguo y terminamos de ver el itinerario sugerido. Tras eso, bajamos a lo que podríamos denominar ciudad nueva, en la que destaca la plaza Hermann Oberth.
Deambulamos un rato y llegamos hasta el río que pasa por la ciudad, y estuvimos haciendo tiempo para ir a cenar a Rustica, sitio recomendado en la guía, y en el que pagamos 10 euros por un primero, dos segundos, un postre y dos cervezas autóctonas. Todo un lujo que todavía queden en Europa sitios en los que se pueda comer tanto y tan bien por tan poco dinero.
A la mañana siguiente subimos a la Torre del Reloj para ver la panorámica de Sighisoara desde lo alto. A la entrada de la torre hay una maqueta de la ciudad, y antes de llegar a lo alto se pasa por varias salas que conforman un museo de objetos típicos e históricos de la ciudad. En lo alto de la torre se puede ver una amplia vista de la ciudad y sus alrededores.
Al bajar nos fuimos a desayunar a un sitio recomendado en un foro, donde nos dimos un auténtico homenaje. De hecho, pagamos más por el desayuno de ese día que por la cena del día anterior, pero realmente mereció la pena.
De Sighisoara pusimos rumbo a Brasov. Decidimos pasar antes por Harman y Prejmer, poblaciones cercanas a Brasov que cuentan con sendas ciudadelas. Pasamos con el coche por la de Harman, y nos dio la sensación de que estaba cerrada, pero en un despiadado acto de vaguería, no bajamos a comprobarlo, así que nos fuimos a la de Prejmer. En esta ciudadela sí entramos. Se trata de una construcción bastante original: una fortaleza con forma circular, en cuyos muros hay una enorme cantidad de habitaciones y dependencias, y en el centro hay una iglesia. Se supone que esta construcción serviría para cuando el pueblo era asediado pudieran refugiarse todos en el interior, pero debía ser una experiencia un tanto agobiante. Tras la corta visita de Prejmer, marchamos a Brasov. Lo primero que hicimos al llegar a Brasov fue buscar alojamiento. Encontramos que los precios eran bastante más elevados que lo que habíamos pagado hasta el momento: se notaba que ya estábamos en zona auténticamente turística. Y es que hasta ese momento, aunque habíamos coincidido con algunos grupos de turistas, curiosamente en su mayoría españoles, en general habíamos discurrido por zonas poco o nada turísticas. Pero se ve que Brasov está incluido en todos los circuitos. Después de preguntar en un par de pensiones, encontramos un hotel en el mismo centro de la ciudad que nos pareció bien, y allí nos quedamos. Una vez hicimos el check in empezamos la visita. Como habíamos desayunado una barbaridad, a pesar de ser la hora de la comida nos conformamos con un covrigi, típico bollo rumano.
Decidimos subir a la ciudadela de Brasov, y fue un tremendo error. Comenzó a llover tímidamente, y nos refugiamos en la entrada de un portal, pero enseguida el cielo se ennegreció de manera fulminante y comenzó a caer una granizada de proporciones épicas. Calados hasta los huesos (de manera literal), conseguimos llegar hasta el edificio de correos, donde nos resguardamos. Como pasaba el tiempo y no paraba de granizar, y estábamos empapados, salimos deprisa a coger un taxi y volvimos al hotel. Pusimos la ropa a secar y nos dimos una ducha. Y como no tenía pinta de escampar, decidimos echarnos una siesta. Cuando nos despertamos solamente chispeaba, y al rato cesó completamente la lluvia. Era el momento de un segundo intento de visitar la ciudad.
Brasov era la ciudad más grande de las que habíamos visto hasta ese momento. Comenzamos la visita en la plaza Sfatului, centro de la ciudad y donde se encontraba el hotel en que nos alojábamos. La plaza esta muy bien conservada. En el centro hay un edificio que alberga un museo, y la plaza la forman típicos edificios de dos o tres plantas con fachadas de colores.
Caminamos hasta la Iglesia Negra, que en realidad no lo es tanto, y continuamos, pasando por la Puerta Ecaterina hasta llegar a la Iglesia Sfantul Nicolae, donde estaban celebrando misa. Las iglesias ortodoxas son diferentes a las católicas. No hay bancos para sentarse, y las misas tienen mayor duración. Los feligreses entran un rato en la iglesia, oyen un poco de la misa, y se van, con lo que hay siempre un constante trasiego de personas entrando y saliendo.
Después pasamos por la calle Sforii, de la que se dice es la calle más estrecha de Europa. Continuamos viendo los restos de las murallas y torres que aún quedan en pie. Después estuvimos callejeando un rato y viendo cómo poco a poco la ciudad iba recobrando el pulso tras la granizada. Volvimos a la plaza Sfatului, y de ahí fuimos al otro lado de la plaza, donde se alza un monte en el que vimos que había una torre y desde donde supusimos se vería una panorámica de la ciudad. Yendo un poco campo a través, o más bien, monte a través, conseguimos llegar a dicha torre, desde la que efectivamente había una bonita vista de la ciudad.
Como ya anochecía, y no era plan de andar por el medio del bosque sin luz, bajamos hasta la ciudad y nos fuimos a cenar, que al fin y al cabo no habíamos comido mas que un tentempié. Fuimos a cenar al restaurante Sergiana, también recomendado en varios foros, y que fue todo un acierto. Nos comimos el plato especial de la casa para 2 personas, consistente en un solomillo de cerdo relleno de queso con hierbas, y acompañado de patatas y verduras al grill que estaba realmente exquisito.
El día siguiente amaneció soleado, y decidimos subir a la fortaleza antes de continuar nuestra ruta. La fortaleza no vale nada, tan solo merece algo la pena la vista de la ciudad, ya que está en lo alto de una loma. De ahí fuimos a la vecina Rasnov, cuyo atractivo principal es que tiene una fortaleza en lo alto de una montaña. Llegamos con el coche hasta el aparcamiento de la fortaleza, y para poder acceder a la misma hay un último trecho que se puede hacer caminando o en un tren tirado por un tractor que ponen a tal efecto. Aunque la subida es bastante empinada, es corta, así que decidimos hacerlo caminando. Una vez se paga la entrada, se puede caminar libremente por el interior de la fortaleza. Desde lo alto se obtiene una magnífica panorámica de los vecinos Cárpatos, que en ese momento estaban bastante nevados. El resto de la fortaleza no tiene nada especialmente reseñable.
De ahí fuimos a Bran para ver el famoso castillo. Después de un montón de días en Rumania, entrábamos al fin en terreno de Drácula. Se trata más bien de una fortaleza, construida sobre la roca de un promontorio desde donde controlaban toda la zona. Aquí fue donde encontramos la mayor aglomeración del viaje. El castillo es relativamente pequeño, y todas las dependencias están decoradas con objetos históricos. Es un laberíntico conglomerado de pasillos y escaleras, aunque la visita está orientada para que se pase a través de todas las dependencias que se encuentran abiertas al público. Pero entre que los pasillos eran muy estrechos y la cantidad de gente que había, se pierde todo el glamour que pudiera haber tenido el sitio.
Tras esta visita abandonamos Transilvania y todos sus tópicos y fuimos a Sinaia, donde se encuentra el Castillo de Peles. En este caso, el nombre de castillo tampoco viene al caso, ya que se trata más bien de un palacio. Con sus torres y sus entramados de madera, y rodeado de hierba y árboles en la ladera de un monte, la vista del castillo es muy espectacular. La visita al interior se tiene que hacer guiada. Hay tres modalidades, según lo que se quiera ver: solamente la planta baja (cuya duración es de 45 minutos); la planta baja y la primera planta (1 hora y cuarto); las tres plantas (casi 2 horas). Los precios varían, siendo la más barata la primera opción y la más cara la última. Si se quiere hacer fotos en el interior hay que pagar una tasa. Esto es algo que encontramos en muchas atracciones a lo largo del país: un suplemento por hacer fotografías y otro por filmar vídeo. Y aunque en general no prestaban mucha atención, en el Castillo de Peles sí, ya que a quien paga el suplemento le dan un carné que debe engancharse a la ropa para que sea bien visible, y hay gente por todas partes para cuidar de que quien no haya pagado, no haga fotografías. Nosotros escogimos la opción segunda de visita y decidimos no pagar el suplemento, ya que no somos muy expertos en sacar fotos de interior y al final nos quedan casi siempre movidas. Entramos en una visita en inglés porque no nos apetecía esperar hasta que hubiera una en español. El interior está extraordinariamente recargado, pero en general encontramos que es muy espectacular. Tiene un montón de detalles, muchos trabajos excepcionales en madera, y la primera planta, donde están las dependencias, está llena de pasadizos secretos. La visita al palacio de Peles nos pareció de lo más interesante y entretenido de todo nuestro viaje.
Después nos acercamos al vecino palacio Pelisor, mucho menos famoso y por tanto menos visitado que Peles. Estaban a punto de cerrar y teníamos hambre, así que no entramos.
Al día siguiente llegábamos ya a Bucarest, por lo que decidimos dar el día por concluido y nos pusimos a buscar alojamiento. Encontramos un hotel que nos pareció que tenía buena pinta y decidimos quedarnos. Como ya se nos había pasado la hora de la comida, hicimos algo de tiempo hasta la hora de la cena. Caminamos un poco por Sinaia y vimos el monasterio del mismo nombre. La ciudad nos pareció que no tenía ningún atractivo, a pesar de lo cual estaba muy animada, suponemos que por ser un centro de esquí y estar junto a Peles. Y el monasterio estaba bastante bien, muy parecido a todos los que habíamos visto durante nuestro trayecto. Decidimos cenar en el hotel porque decía que tenían especialidades armenias y nos apetecía probarlas. La comida estuvo rica, el problema fue que había un grupo bastante numeroso en un viaje organizado que se ve que en el precio les incluía cena con espectáculo de música local en vivo. Y aunque no tenemos inconveniente en escuchar nuevas músicas, no nos gusta en exceso que nos obliguen a ello mientras cenamos tranquilamente, y además con un volumen de decibelios rayano lo peligroso. La mala suerte fue que comenzaron con la música a mitad de la cena, que si hubiera empezado antes habríamos salido huyendo despavoridos.
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