Japón
Kyoto y Kobe
Kioto
La llegada en tren a Kioto es bastante impactante e inesperada: uno se cree que llega a la ciudad con más historia de Japón, que estará plagada de construcciones antiguas, y lo primero que se encuentra es la mastodóntica estación de tren. Se trata de un edificio moderno, cuya edificación generó al parecer bastante polémica, ya que la ciudad viene a ser un poco la cuna de la historia del país y mucha gente se quejó aduciendo que no era una construcción para esa ciudad. A nosotros, que somos bastante amantes de las construcciones modernas, nos pareció un edificio sensacional. Cuando llegamos al hotel, hicimos el check-in de rigor, y nos encontramos con la maleta que habíamos enviado desde Tokio en la habitación, tal y como era de esperar de la eficiencia nipona. Volvíamos a tener toda la ropa a nuestra disposición.
Como ya había
anochecido pusimos rumbo a Gion, de la que dicen es la zona con más
probabilidades en Japón de ver una geisha. La zona es poco más que una calle
muy del estilo de la del barrio de las geishas de Kanazawa, esto es, sucesión
de casas de madera de dos pisos, con sus puertas correderas y todo, sólo que en
ésta había bastantes restaurantes. Y bueno, sí vimos a una geisha, aunque quizá
fuera una maiko, no tenemos los conocimientos necesarios en la materia para
decirlo. Iba caminando rápida y decididamente, así que desistimos de hacer una
foto, lo que hubiera demostrado que la habíamos visto. Tendríamos que volver a
ver si teníamos la misma suerte.
Después recorrimos la calle Pontocho, todo un clásico de la ciudad: una callecita muy estrecha y muy larga, medio a oscuras, llena de restaurantes y sitios para tomar copas. La gente que la transitaba era en su mayoría turistas, como nosotros, aunque también había lugareños un poco rebosantes de alcohol.
Entre la
información que habíamos recabado de Kioto, teníamos un montón de paseos a pie,
así que, a la mañana siguiente, comenzamos con uno de esos itinerarios. Y lo
hicimos con el del barrio de Higashiyama. El recorrido propuesto se iniciaba en
el Templo Kiyomizudera, situado en un enclave bastante bonito, a los pies de
una colina. De entre todos sus edificios destaca uno sujetado por 139 pilones
de madera de 15 metros de altura cada uno. Decir que el templo estaba
abarrotado sería insuficiente. Todo Kioto estaba allí.
De ahí,
bajando por unas escaleras bordeadas por las típicas casitas de madera de dos
pisos, llegamos hasta el Templo Kodaiji. Si bien este templo
no resulta tan espectacular como el anterior, pudimos disfrutar por vez primera
de un karesansui, típico jardín seco compuesto por diversos tipos de guijarros
rastrillados, y que son utilizados como forma de meditación por los monjes Zen
japoneses. Este templo, a pesar de venir en todos los itinerarios, estaba
prácticamente vacío, lo cual hizo que lo disfrutáramos aún más. Tenía un
pequeño itinerario que debía hacerse descalzo, pues se pasaba entre el interior
de algún edificio con suelos de tatami, y contaba asimismo con un jardín muy
bien cuidado y un pequeño bosque de bambú, que también era el primero que
veíamos. Al final, estos pequeños detalles influyeron para que este templo, en
apariencia mucho menos espectacular que otros por no tener pagodas de cinco
pisos o edificios enormes de madera, nos llamase mucho la atención. Y no sería
el único en el que nos pasaría.
Al lado del Templo Kodaiji vimos una enorme efigie que estaba en un recinto y decidimos entrar. Se trataba del Ryozen Kannon, un mausoleo dedicado a los caídos en la Segunda Guerra Mundial.
Siguiendo el itinerario recomendado,
atravesamos el Maruyama Park y llegamos al Templo Chionin, siguiente parada del
recorrido. Para acceder a este templo hay que atravesar una enorme puerta de
madera, llamada Sanmon, que es la puerta de madera más grande de Japón, y desde
luego, al estar en lo alto de unas escaleras, es bastante impresionante. Entre
el resto de edificios destaca una enorme campana, que nos costó un poco
encontrar, de la que dicen se necesita la fuerza de 16 monjes para tañerla. No
tuvimos ocasión de ver el momento, pero desde luego la campana era bastante
grande.
La siguiente parada fue el Templo Shorenin, que al igual que el Templo Kodaiji, nos pareció bastante acogedor, también con poca gente, con su recorrido sin zapatos por salas de tatami, y también con un bosque de bambú.
La última parada de este itinerario fue
el Santuario Heian Jingu, con una enorme puerta de entrada, y con un recinto
bastante grande, una vez se atraviesa la entrada principal. Los jardines de
este santuario son, al parecer, bastante bonitos, pero queríamos llegar al
Templo Ginkakuji antes de que cerraran, así que decidimos no visitarlos.
Para llegar al Templo Ginkakuji tuvimos
que pasar por una agradable vereda junto a un canal llamada el Camino del
Filósofo, nombre que le viene, como todos adivinamos, porque un famoso filósofo
japonés se dedicaba a pasear por ahí.
Afortunadamente, cuando llegamos al Templo Ginkakuji, también llamado Pabellón de Plata, estaba abierto. Estaba muy concurrido, y también contaba con su jardín de guijarros rastrillados y con un jardín bastante bonito.
Tras esta visita, dimos por concluido el
día, así que tomamos un bus de vuelta al hotel, para un merecido descanso, que
entre tanto templo y tanta caminata, había sido un día duro.
Al día siguiente fuimos a Kobe, pero esa visita la comentaremos más adelante. A nuestra vuelta, y viendo que todavía tardaría un rato en anochecer, decidimos ir a visitar el Santuario de Fushimi-Inari. Se encuentra ubicado junto a la estación de tren del mismo nombre, y comienza con una gran puerta de entrada. Hasta ahí, como todos los demás santuarios. Después hay una serie de edificios más o menos bonitos. Pero después comienza el auténtico espectáculo que es en realidad este santuario: una sucesión de cientos, quizá miles de puertas, que forman un recorrido que asciende y desciende por la montaña. Es realmente muy espectacular.
El recorrido es circular, y se tarda
unas dos horas en hacer todo el trayecto. Al menos eso es lo que dice la guía,
porque nosotros, cuando llevábamos más de veinte minutos subiendo escaleras sin
parar, decidimos abortar la misión y dar media vuelta. Además empezaba a
anochecer y había unas auténticas hordas de mosquitos asesinos que no daban
tregua. Y luego, al parecer, todo el recorrido viene a ser un poco lo mismo: escaleras
que suben, escaleras que bajan, y puertas, puertas y más puertas. A pesar de la
monotonía del paisaje (lo dicho: puertas), nos pareció muy bonito y muy
original.
Al día siguiente continuamos visitando
algunos de los templos que pueblan Kioto. Y comenzamos el día disfrutando del
Templo Kinkakuji, también llamado “Pabellón de Oro”, pues su edificio principal
está cubierto de hojas de oro. La vista del lago con el pabellón detrás fue
quizá una de las más bonitas de todo el viaje. La visita al templo se completa
con un recorrido por los jardines que no fue nada del otro mundo, aunque suponemos
que es para justificar el precio de la entrada.
De ahí dimos un pequeño paseo hasta el
siguiente templo de la ruta, el Ryoanji. Este templo es famoso por su jardín de
guijarros rastrillados, muy del estilo de los que vimos el día anterior, aunque
por algún motivo que escapa a nuestro entendimiento, éste parece más famoso. Y
es que, los japoneses sí que saben: colocan unas cuantas piedrecitas más o
menos organizadas todas juntas, nos cuentan que eso representa la sencillez y
la pureza del alma (o algo por el estilo), y ya estamos todos los turistas
contemplando embelesados el asunto como si hubiéramos encontrado por fin la
respuesta a todas las preguntas que nos veníamos haciendo. Los japoneses nos
tienen en el bolsillo antes de comprar el billete de avión para ir para allá.
Después de la contemplación del curioso jardín de piedras, seguimos haciendo la visita al templo, que se completa con unos dibujos bastante bonitos en las paredes del edificio principal, y un gran lago también muy agradable.
Las visitas de la mañana terminaron en
el Templo Ninnaji, que data del año 888, aunque a lo largo de la historia ha
sufrido muchas remodelaciones. A la vez que nosotros entró un grupo grande de
españoles con guía y pudimos escuchar algunas de las explicaciones que iba
dando, entre ellas, que algunas de las pinturas de las paredes eran las
originales, lo que le da al sitio un punto más de interés. Este templo también
contaba con suelo de guijarros rastrillados, un pequeño estanque con un jardín
muy acogedor, y una pagoda de cinco plantas. Fue otro de esos rincones de Kioto
que nos encantó.
De ahí, caminamos un poco hasta la estación de tren más cercana y nos
desplazamos a la zona de Arashiyama. Uno de los sitios más famosos de este
barrio es el bosque de bambú, que al atravesarlo se hace prácticamente de
noche, tal es la densidad y la altura de bambús que hay en el camino.
El itinerario sugerido para esta zona
que habíamos encontrado hacía varias paradas, pero debido al cansancio
acumulado que llevábamos, decidimos ir directamente al Templo Daikakuji, bonito
templo en el que coincidimos con un cuantioso grupo de japoneses, todos
ataviados con una bata blanca con unas letras, y que se pusieron a rezar o algo
por el estilo, guiados por un monje que les estaba esperando. Mientras ellos
llevaban a cabo sus rezos y plegarias, nosotros nos dedicamos a visitar los
edificios del templo y a hacer el recorrido propuesto por su interior.
De camino hacia el río que hay en ese barrio, y que es donde se encuentra la calle de las tiendas de la zona, donde degustamos un helado de té verde japonés muy sabroso, pasamos por el último templo del día: el Tenryuji. Aún a riesgo de parecer repetitivos y pesados, diremos que este templo también tenía un jardín muy bonito (adjetivo que debe ser la palabra más usada en este relato). Y es que, si bien la ciudad de Kioto no es más que una sucesión de edificios modernos, tiene algunos rincones realmente interesantes y bonitos (otra vez).
Una vez finalizada la visita al templo, caminamos hasta el Puente Togetsukyo, y de ahí otra vez al tren para volver a la estación de Kioto, momento que aprovechamos para visitar la estación: hay una sucesión de escaleras mecánicas a lo largo (es decir, no unas encima de otras) que da una enorme sensación de profundidad desde la cima. Para el que iba a ser nuestro último día en Kioto nos alquilamos en el propio hotel unas bicicletas y así poder desplazarnos entre los sitios con mayor rapidez: al fin y al cabo, se trata de una ciudad plana con montón de gente usando las bicis como medio de transporte, y por tanto nos pareció buena idea. Eso sí, con todo lo organizados que nos parecieron los japoneses en todos los ámbitos que pudimos ver, en lo tocante a ir con la bicicleta por las calles son muy anárquicos: conducen generalmente por las aceras y en ambas direcciones, lo que hace que cuando vas caminando por la acera tengas que llevar un ojo en la nuca por si viene un ciclista por detrás, y otro ojo en la cara por si viene otro por delante.
Comenzamos nuestra excursión sobre dos ruedas por los jardines del Palacio Imperial, ya que éste no puede ser visitado salvo petición, que nosotros no cursamos. En dichos jardines había un estanque plagado de peces (carpas, diríamos) y de tortugas, y es que encontramos montones de tortugas en prácticamente todos los estanques de Japón. Aunque nosotros procuramos seguir las reglas y no damos de comer a los animales (para que la naturaleza siga su curso y todo eso), en esta caso no pudimos evitar caer en la tentación de echarle algo a las graciosas tortuguillas. Después nos desplazamos hasta el
Castillo Nijo, donde estacionamos nuestros velocípedos en un aparcamiento para
este tipo de vehículos. Está prácticamente prohibido aparcar las bicicletas en
toda la ciudad, algo que nos resultó un tanto extraño dada la enorme cantidad que
había por todas partes.
La visita al castillo comenzó por unas dependencias en las que, gracias a unos maniquíes, uno se puede hacer una idea de cómo eran las audiencias que ofrecía el shogun a sus acólitos. En todo el edificio estaba presente el suelo de madera llamado de ruiseñor, que es una construcción muy curiosa que hace que sea imposible dar un paso sin que las maderas del suelo emitan un ruido parecido a un ruiseñor. Lo usaban para evitar sustos nocturnos indeseados e inesperados, ya que si alguien se acercaba, suponemos que con no muy buenas intenciones, el ruido despertaba a la gente. Tras esa interesante visita pasamos a la zona de los jardines, bastante amplia, donde pudimos subir a un torreón desde donde había unas bonitas vistas.
De ahí pusimos rumbo al Templo Higashi-Honganji, en el que se encuentra el edificio de madera más grande de Kioto. Después de deambular por lo distintos edificios que conforman este templo fuimos al Templo Sanjusangendo, que cuenta con el edificio de madera más largo del mundo (no es lo mismo el más grande que el más largo). Dicho edificio alberga una estatua de madera del bodhisattva Kannon, rodeada de 28 estatuas de sus guardianes y de otras mil que reproducen la estatua del propio bodhisattva. Todo eso en un solo edificio.
Después de todas las visitas, volvimos
al hotel a hacer la colada para el último tramo de nuestro viaje. Enviamos la
maleta de vuelta al hotel de Tokio y nos quedamos con las mochilas, que tanto
juego nos dieron durante el viaje, para el tramo que nos quedaba.
Esa noche, para celebrar que era la última en Kioto, fuimos a cenar a un sitio muy típico en Japón que viene siempre anunciado por un enorme cangrejo en la fachada del edificio: se trata de sitios para comer cangrejo real y marisco. Nos dimos un pequeño homenaje a base del susodicho cangrejo en muchas de sus facetas: gratinado, a la plancha, en risotto, hervido en unas bolas tipo dimsum (¡que estaban de muerte!)… Después nos pasamos por Gion otra vez, donde tuvimos la suerte de ver dos maikos charlando en la calle con dos hombres. ¿Y por qué sabemos que eran dos maikos, si nuestro conocimiento de la materia es nulo? Porque en Osaka le mostramos a alguien la foto que les hicimos, y nos sacó de la duda. Kobe
Durante nuestra estancia en Kioto hicimos una excursión a Kobe, ciudad que, entre otras cosas, da nombre a la ternera más famosa de Japón, y a una de las más famosas (y caras) del planeta (que no sólo de ternera gallega se alimenta la humanidad). Comenzamos la visita a Kobe por la zona de Chinatown, mucho más pequeña y menos animada que la de Yokohama, pero con su colorido y sus puestos de comida. De ahí, bajo un calor húmedo insoportable (más o menos como el de todos los días, pero que extrañamente no dejaba de sorprendernos) nos acercamos a la zona del puerto, donde subimos a lo alto de la Port Tower, desde donde hay unas magníficas panorámicas del puerto, la bahía y la ciudad. Se podía ver perfectamente un tipo de construcción muy común en Japón (sobre todo en Tokio): autopistas elevadas, sólo que la de Kobe era una doble autopista elevada, una encima de la otra. Nos pareció una construcción no muy indicada para un país que sufre una media de 2000 temblores al año. De hecho, Kobe sufrió un terremoto en 1995 que devastó la ciudad. En la zona del puerto junto a la torre donde nos encontrábamos han erigido un Memorial para recordar este acontecimiento y pudimos ver algunas fotografías de dicho terremoto.
Después de admirar las obras de
ingeniería niponas, fuimos al jardín Sorakuen. Cuando llegamos a la entrada
había un cartel en japonés que no entendimos pero que parecía indicar que se
entraba por otra parte. Empezamos a bordear el edificio, con un poco de mal
humor porque no queríamos dar un paso de más bajo ese calor agobiante, y como
no encontrábamos otra entrada, miramos la guía y ponía que cerraba los jueves.
Y después de algún que otro cálculo (si vinimos un viernes, tantos días en
Tokio, y todo eso…) conseguimos llegar a la conclusión de que era jueves.
Habíamos programado casi todas las excursiones teniendo en cuenta estos
pequeños detalles, pero aquí se nos escapó. Bien, como dijeron en una famosa
película, nadie es perfecto.
La siguiente zona que visitamos fue Kitano-cho, nada recomendable si hace un calor exagerado: son unas cuantas calles llenas de edificios bastante bonitos pero que se encuentran en la ladera de una montaña, y el desnivel es muy pronunciado. Tienen estatuas de bronce de personajes famosos, y alguna que otra mansión de la zona se puede visitar. Tras ese pequeño rompe piernas, nos fuimos a lo alto del Monte Rokko, para lo cual tuvimos que tomar un tren, un autobús y un funicular. En ese tren tuvimos la oportunidad de ver por vez primera los vagones “sólo para mujeres” de los que habíamos oído hablar. Parece que en hora punta hay tal aglomeración, que las mujeres se quejan de que algunos hombres aprovechan el tumulto para poner sus manos donde no deben, y por eso han seleccionado unos vagones en los que en unas determinadas horas solamente pueden viajar mujeres. Y han puesto a tal efecto uno carteles en japonés y en inglés. En lo alto del Monte Rokko hay una pequeña plataforma de observación desde la que se ve Kobe, la bahía, y se divisa a lo lejos la ciudad de Osaka. A pesar de que era un día no muy claro, la panorámica mereció la pena.
Y tras eso, había llegado la hora:
teníamos que probar la ternera de Kobe. Como habíamos asumido de antemano que
barato no nos iba a salir, buscamos un restaurante que tuviera buena pinta, y
una vez lo encontramos, nos fuimos para dentro. De entre los menús que
ofrecían, elegimos el menú solomillo y el menú hamburguesa, por el módico
precio de 90 y 25 euros respectivamente. ¿Un solomillo de 100 gramos por 90
euros y una hamburguesa por 25? En fin, un día es un día. La mesa era tipo
tepanyaki, así que un cocinero vino y cocinó para nosotros. Y bueno, el
solomillo estaba muy rico, pero la hamburguesa… ¡Sin duda, la mejor hamburguesa
que hemos comido nunca! Se nos olvidaba comentar que los menús incluían sopa,
ensalada, verduritas a la plancha y postre. Suponemos que para justificar los
precios.
Una vez rebañamos hasta la última miguita de ternera, pusimos rumbo de vuelta a Kioto. |