Estados Unidos
De San Francisco a Los Angeles Península de Monterey
Llegamos a Monterey cuando estaba anocheciendo, así que fuimos directos al malecón, llamado Fisherman’s Wharf al igual que el de San Francisco, con la intención de cenar. Estaba bastante animado, y muchos restaurantes tenían a la entrada pequeños puestos donde ofrecían probar clam chowder, una especie de crema de marisco típica. Escogimos uno al azar y nos encantó la muestra que nos dieron, así que decidimos quedarnos a cenar allí. Una vez dentro pedimos la crema de marisco y una langosta con risotto que estaba bien rica. Cuando salimos del restaurante decidimos buscar alojamiento, porque al día siguiente queríamos visitar el famoso acuario de Monterey, el más grande de Estados Unidos. A la mañana siguiente dejamos el coche aparcado en el alojamiento donde dormimos, y tomamos un bus gratuito que nos llevó hasta el acuario. Una vez en su interior estuvimos un buen rato viendo las dos plantas que tiene. Estaba todo muy organizado y muy bien puesto, pero nos dio la sensación de que estaba orientado principalmente a los niños. Tenían unas zonas donde, bajo la supervisión de unos voluntarios, se podían tocar algunos peces y moluscos, y al entrar nos dieron una hoja informativa con los horarios de los diversos espectáculos que había, generalmente cuando daban de comer a los distintos bichos. El acuario se encuentra en la calle Cannery Row, otro de los sitios turísticos de Monterey. La ciudad fue famosa hace años porque en esa calle se agolpaban un buen número de conserveras. Hoy en día no parece que tengan mucha actividad, y las han reformado y dejado más bien para que los turistas nos hagamos fotos. Caminando por Cannery Row encontramos otra chocolatería Ghirardelli, como la de San Francisco, y no pudimos resistir la tentación de tomarnos otro impresionante batido. Antes de continuar nuestra ruta volvimos al Fisherman’s Wharf para dar un paseo, en esa ocasión con la luz del sol.
Nuestra siguiente parada fue la vecina Carmel-by-the-Sea, de la que Clint Eastwood fue alcalde. Es una pequeña población muy bien puesta: todo muy limpio, lleno de casitas encantadoras y de tiendas de lujo y galerías de arte. Todo muy bonito y muy cuidado, listo para que los turistas se dejen la pasta. Una vez dimos un paseo por sus calles, fuimos a visitar la misión, pero cuando llegamos ya estaba cerrada.
Desde San Diego hasta San Francisco hay una gran cantidad de misiones. La idea era que hubiese una misión franciscana a un día a caballo de la siguiente para que los enviados del rey de España pudieran recorrer la zona con cierta comodidad. De ahí le viene el nombre de “El Camino Real”.
Big Sur Continuamos nuestro itinerario por la costa hacia el sur y atravesamos el Big Sur. Es una zona muy escarpada, donde la carretera discurre junto a los acantilados. En ese camino se atraviesa el Bixby Bridge, construido en 1932 y que durante muchos años fue el mayor puente del mundo de un solo vano. Después paramos en el Julia Pfeiffer Burns State Park, donde vimos una pequeña catarata (más bien un chorro de agua) que cae directamente a la playa.
A la mañana siguiente llegamos a San Simeón, donde visitamos el Hearst Castle. Se trata de una enorme mansión, más que de un castillo, mandada construir por el señor Hearst, magnate de la prensa en quien se basó Orson Welles para su famosa película Ciudadano Kane. El caso es que este señor fue un multimillonario amante del arte que dedicó su vida y parte de su fortuna a llevar innumerables obras de arte que compraba principalmente en Europa a su país. En un momento dado de su vida, decidió construir una mansión para dar cabida a todas sus pertenencias, y el resultado fue el Hearst Castle. Es un pastiche de obras, muy sorprendente para los norteamericanos aunque un poco menos para los europeos. Sin embargo, el lugar es cuanto menos original, en el que se mezcla el amor por el arte y las ganas de ostentar. No se puede visitar libremente, es obligatorio hacerlo mediante alguna de las tres visitas guiadas que ofrecen. El precio de la entrada incluye la proyección de un vídeo en el que se muestra la historia del sitio. La mansión está construida en lo alto de una colina. Para llegar a ella, se deja el coche en la entrada y hay que subirse a un autobús que recorre la serpenteante carretera hasta la cima.
Entre las excentricidades que se lo ocurrieron al señor Hearst estuvo la creación, allí mismo, de un zoológico, que más tarde, debido a algunos apuros financieros que pasó, tuvo que desmantelar. Algunos animales fueron enviados a otros zoológicos, pero a otros, como a las cebras, simplemente se les permitió que escapasen libremente. Así, un poco más al sur, nos encontramos con la rocambolesca visión de una manada de cebras pastando en medio de California. Al parecer, los simpáticos animales, gracias al benigno clima de la zona, se han acoplado muy bien al entorno y han sobrevivido sin problemas.
También al sur de San Simeón vimos una colonia de elefantes marinos, la mayoría de ellos tumbados al sol, aunque algunos estaban retozando en el agua. Estuvimos un buen rato observando tan curiosos animales.
Solvang y Santa Bárbara Continuando en dirección a Los Ángeles, nuestra siguiente parada fue Solvang, turístico pueblo creado por colonos daneses y que en este año 2011 celebraba el cien aniversario de la población. Está repleto de casas de estilo nórdico, aunque se puede comprobar que unas son más auténticas que otras. Algunos edificios se nota que están construidos para alegría de los turistas, como por ejemplo algunos molinos que adornan ciertas esquinas. Una de las cosas obligadas para hacer en este pueblo es saborear la repostería, no en vano está plagado de pastelerías con típicas galletas danesas.
Tras dar un paseo por Solvang pusimos rumbo a Santa Bárbara, donde decidimos quedarnos a dormir ya que comenzaba a atardecer. Una vez encontramos alojamiento, fuimos al malecón, donde estuvimos viendo a unos cuantos pescadores en acción. Había también bastantes pelícanos y demás aves cuyos nombres no conocemos, que deambulaban por ahí, ya que mucha gente limpiaba allí mismo lo que habían pescado, echando las raspas a dichas aves.
Estuvimos un rato contemplando el intercambio y se nos hizo casi de noche, así que decidimos quedarnos a cenar en un local de marisco que había en el propio malecón. Pedimos una langosta y un enorme cangrejo (del tamaño de un centollo) y nos pusimos sencillamente las botas.
A la mañana siguiente dimos una vuelta por la ciudad, y la encontramos turística en exceso (al igual que nos pasó con Carmel). Había demasiadas tiendas y galerías muy lujosas, muchos restaurantes muy elegantes, demasiada parafernalia que no va demasiado con nosotros. Antes de irnos de la ciudad pasamos a ver la misión, ya que no queríamos irnos sin ver una, y hasta ese momento no habíamos tenido suerte pues todas a las que habíamos ido estaban cerradas. Hicimos el recorrido por el interior, que pasaba por un par de jardines, el cementerio y algunas dependencias.
Una vez finalizamos la visita nos fuimos en dirección a Los Ángeles. Si visitar alguna misión era obligatorio, no lo era menos ir a algún outlet. Aunque no somos en absoluto fanáticos de las compras, no se entendería un viaje por esta zona sin gastar algo de dinero en uno de los descomunales outlets que hay por California. Elegimos el de Camarillo porque era uno de los más grandes y se encontraba a las afueras de los Ángeles. No sabemos si lo recorrimos entero o no, porque nos desorientamos en un par de ocasiones, entre tanta tienda; de hecho tuvimos algún que otro problema para encontrar el coche cuando acabamos las compras.
Nuestro viaje tocaba a su fin: llegábamos a Los Ángeles, tras un mes deambulando por carreteras estadounidenses y más de 4000 millas a nuestras espaldas. Los Ángeles A nuestra llegada a la cinematográfica ciudad nos deparaba una sorpresa. Lo primero que hicimos fue ir al hotel que habíamos reservado y cuando llegamos, el señor de la recepción nos dijo: “les esperábamos ayer”. Nosotros no entendimos el comentario, y el señor nos mostró nuestra reserva, cuya entrada era del día anterior. Resultó que habíamos olvidado que entre San Francisco y Los Ángeles teníamos que pernoctar dos noches, y lo hicimos tres, con lo que habíamos perdido un día en Los Ángeles. Solamente disponíamos de un día y medio para visitar la ciudad. Tampoco fue algo que nos causara mucha desazón, pues teníamos el presentimiento, más tarde convertido en realidad, de que esa ciudad no nos iba a entusiasmar. Comenzamos visitando el Walk of Fame o Paseo de la Fama, la famosa parte de Hollywood Boulevard cuyo suelo está plagado de estrellas con nombres de artistas en su interior. También vimos el teatro Chino, en cuya entrada están las pisadas y las manos de algunos otros artistas. Todo ello atestado de gente en general, y turistas en particular. Vimos también unos cuantos friquis disfrazados de personajes de ficción, como por ejemplo de soldados imperiales de La Guerra de las Galaxias o de Capitán América.
Tras esto, tomamos el coche y subimos al Observatorio Griffith. Desde allí pudimos ver el famoso letrero de Hollywood, aunque estaba un tanto alejado, y una amplia panorámica de la ciudad, que no nos pareció interesante en absoluto.
Continuamos nuestra comprimida visita a Los Ángeles dando una vuelta con el coche por Beverly Hills, viendo sobre la marcha algunas de las mansiones, ya que otras tenían unos muros descomunales.
Aunque este comentario carece de rigor científico y/o estadístico, nos pareció que Los Ángeles es la ciudad con mayor diámetro del mundo. Las distancias entre un punto y otro son enormes. Desde luego, esa tarde pasamos más tiempo en el coche que fuera de él. El día siguiente era el último de nuestro mes en Estados Unidos, y teníamos dos citas ineludibles: entradas para ver los Universal Studios y para el musical “Los miserables” por la noche. Y entre medias queríamos ver algunos de los rincones más típicos y conocidos de la ciudad. Para ello madrugamos bastante, y cuando llegamos a la playa de Santa Mónica solamente vimos algún que otro deportista mañanero y varios que habían pasado la noche tumbados en un banco con alguna que otra copa de más. Difícil ver esa playa tan vacía. Después le tocó el turno a Rodeo Drive, donde todavía no habían abierto las tiendas, aunque no teníamos mucha intención de entrar en ninguna. Casi mejor ver la calle desértica que llena de “gente guapa” cargada de bolsas: nos hubiésemos sentido fuera de lugar.
De ahí fuimos a dejar el coche al hotel y tomamos el metro para ir a los Universal Studios. Una vez llegamos a la parada de metro correspondiente, cogimos el bus gratuito que sube hasta la entrada. Habíamos comprado unas entradas llamadas Front of Line, cuyo funcionamiento consistía en pagar un extra sobre la entrada normal para saltarse todas las colas de los espectáculos y atracciones. Fue todo un acierto, pues no tuvimos que esperar ni un minuto en ningún lado. Lo primero que hicimos fue el Studio Tour, en el que subidos a un convoy recorrimos varias zonas de los estudios cinematográficos propiamente dichos, entre ellos un enorme e impresionante decorado de una ciudad de primeros o mediados de siglo XX. En un momento dado, el
convoy entró en un hangar donde vimos un espectáculo en 3-D de King Kong
realmente espeluznante; pasamos por una zona en la que recreaban el Motel Bates
de Psicosis; otra en la que había un lago con tiburón simulando la película del
mismo nombre; más tarde entramos en otro hangar que simulaba el interior de una
estación de metro de San Francisco y vivimos un espectacular terremoto con
descarrilamiento de tren incluido; pasamos por Wisteria Lane, la calle de
Mujeres Desesperadas, en la que grababan solamente los exteriores de la serie
que transcurrían en esa calle; y finalizamos viendo un decorado en el que había
un Boeing 747 estrellado y para el que habían usado un avión de verdad. En
realidad vimos más cosas, pero estas son las que recordamos porque nos
parecieron más llamativas o espectaculares.
La siguiente parada fue en la serie Los Simpsons, donde nos introdujeron en una cabina en cuyo interior había algo parecido a un coche de montaña rusa y nos pusieron un vídeo de dibujos animados que ocupaba toda la sala en la que parecíamos ir en una montaña rusa, mientras nos movíamos al son de lo que se veía: fue muy entretenido.
Continuamos en la montaña rusa de la Momia y después en la de Jurassic Park, ambas muy bien hechas. La de Jurassic Park concluía cayendo sobre el agua, con la consiguiente salpicadura.
Después vimos un espectáculo muy animado y entretenido en el que explicaban, en el interior de un teatro, cómo se hacen algunos trucos de efectos especiales bastante curiosos. Vimos también una atracción de Shrek en 4-D y un mega-espectáculo de la película Waterworld. En definitiva, pasamos unas cuantas horas de lo más entretenidos.
Regresamos al hotel para darnos una ducha y cambiarnos de ropa y volvimos a tomar el metro para ir a ver el musical. El teatro en el que hacían la representación se encontraba junto al Walt Disney Hall, sede de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles y diseñado por Frank Gehry al más puro estilo Guggenheim de Bilbao. En el musical lo pasamos fenomenal: no habíamos visto nunca “Les misèrables” y teníamos muchas ganas de hacerlo. La puesta en escena fue magnífica y tanto la música como los cantantes nos gustaron mucho. Fue un buen fin de fiesta de un viaje plagado de momentos interesantes.
El día siguiente devolvimos el coche en el aeropuerto de Los Ángeles, entregamos las maletas y esperamos a que saliera nuestro avión. Cuando nos encontrábamos en el interior del mismo, iniciamos el despegue y antes de elevarnos el piloto abortó la maniobra y frenó. Se había encendido el piloto de fuego en la cola, algo que según dijo por megafonía no había pasado, pero tenían que comprobar a qué se había debido. Aparecieron unos cuantos camiones de bomberos que rodearon el avión al más puro estilo de película norteamericana (al fin y al cabo estábamos en L. A.), pero el piloto nos dijo que no nos preocupáramos pues se trataba del protocolo habitual en casos como ese. Esperamos un buen rato en el interior del avión, mirando el reloj porque teníamos que hacer escala en Atlanta y no queríamos perder la conexión, hasta que en un momento dado el piloto dijo que ese avión no saldría y que debíamos descender de la nave y buscar personal para que nos reubicaran en otros vuelos. Después de muchas vueltas y negociaciones, conseguimos que nos metieran en un vuelo a París con Air France que salía ese día por la noche. Teníamos por tanto muchas horas por delante, así que decidimos dejar las maletas en consigna y volver a la ciudad. Pero cuál fue nuestra sorpresa cuando nos dijeron que no tenían consigna, la habían quitado tras los acontecimientos del 11-S. Como no podíamos deshacernos de las maletas, decidimos pedir que nos dieran una habitación de hotel. Al final, entre tanta burocracia se nos fue echando el tiempo encima y para cuando llegamos al hotel decidimos quedarnos y descansar. Para rematar el día, nuestro vuelo a París salió con más de dos horas de retraso, pero finalmente llegamos a Europa, y de ahí a Madrid, donde nuestras maletas aparecieron sanas y salvas. Fue un mal fin de fiesta de un viaje plagado de cosas interesantes. |